_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un pesar antiguo

Paso de sentir que Delhy Tejero habla como mi yo joven habría hablado, a querer dialogar con ella

Autorretrato de Delhy Tejero, de 1950.
Autorretrato de Delhy Tejero, de 1950.

“Nunca limpié un pincel”, escribe Delhy Tejero (Toro, 1904-Madrid, 1968) en una de las primeras páginas de su diario. La leo como si en esos cuadernines que por casualidad han llegado a mis manos, pudiera quedarme hablando durante un rato con el yo que decidió (sin la aprobación familiar y con las amigas que habían elegido cursar carreras serias mirando por encima del hombro) dedicarse a la pintura. “Ahóndome emociónome empapo sigo en su vida porque veo en su vida mi vida”, anoto rápidamente y sin pensar. “Estoy en Nápoles”, sigue Tejero, “en la cama, pero no podré escribir nada bueno, es tan fuerte la realidad, fluyen en mí tan deprisa las ideas que no puedo expresarlas, que se me olvidan, el lápiz no puede ir tan deprisa, por eso muchas veces me como las palabras”.

Descubrimos, en unos diarios que empiezan a fecharse en el año 36, a una verdadera pintora en conflicto no solo con su oficio, sino también con otras artes (son interesantes los momentos en los que intenta hacer dialogar a la plástica con la escritura) y con su realidad más inmediata. No quiero ver su obra hasta que la conozca a través de sus palabras, pienso después de leer la descripción que hace de la ciudad de Pompeya, o de que hable de la felicidad que siente en Tánger, un lugar al que, parafraseándola, la gente solo va a gozar: cuando se les acaba la alegría han de abandonarla para instalarse en una ciudad en la que sí se pueda sufrir. “Quisiera pintar cosas grandes y no estas tonterías”, y salvando las distancias de tiempo y clase, resuena Joan Mitchell y su aprensión por los pasteles, el deseo de pintar con el cuerpo. Tejero lucha contra sus limitaciones. Escribe en habitaciones de pensiones que huelen a animal mientras fantasea con que una bolsa de agua caliente pueda ser su hija, cuenta cada céntimo que gasta en comida, ve en los platos de sopa que engulle la mugre de su país de acogida. Sacrifica —siempre según ella— obras importantes por acuarelas (otra vez Mitchell). “Qué cosa gris, siempre angustiada”, escribe refiriéndose a su trabajo, “pues veo que se termina por momentos sin haber hecho nada, sin haber podido hacer más que esperar en una continua angustia”.

Escribe desde Fez, Florencia, Nápoles y Creta, desde París, mientras la guerra le atormenta. Trabaja concienzudamente y sin descanso. “Pero a pesar de esto no noto mi producción, no hago nada, (…). Es un tormento cuando llega la noche porque no termino la acuarela, gozo haciéndola, después no me gusta nada de lo que he hecho”, escribió. Cuántos pensamientos —dolorosos, acertados, banales— sobre pintura se atreve Delhy Tejero a escribir desde un lugar desordenado, atropellado e ingenuo. Me sorprende su confianza en el mundo a pesar de saberlo sucio y terrible.

Como lectora no se tarda mucho en quedar atrapada por unos cuadernos donde la ligereza de las primeras páginas da paso a un dolor con muchos brazos: el dolor profundo por una España en guerra, el dolor por no poder encontrar un espacio donde desarrollar la mirada propia, el dolor por el frío y los sabañones, el dolor por la angustia de estar viva. La soledad es uno de los pilares sobre los que se construye esta narración íntima, y yo paso de sentir que Delhy Tejero habla como mi yo joven habría hablado, a querer dialogar con ella. Acabo acompañándola en silencio, sintiendo que hay un muro infranqueable que nos separa, pensando que nunca seré capaz de entender su dolor.

Miro, por fin, su trabajo plástico. Me conecta con un pesar antiguo. Una toma de conciencia que me escupe que, después de elevarme (pienso en la magistral escena del relato de Jacqueline Harpman en su Yo que nunca supe de los hombres, cuando unas mujeres que siempre han vivido en cautiverio se encuentran por primera vez en su vida adulta en plena naturaleza e introducen las piernas en un río), de saberme dichosa y de saber amar, todo va a acabar desapareciendo: “Todos seremos polvo, no tendremos ni boca ni oídos”.

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_