Gauguin viaja de Tahití a Brasil para una revisión crítica sobre lo exótico y el otro
El MASP de São Paulo reúne 40 pinturas y grabados de 17 museos para una lectura crítica de la obra que el pintor francés alumbró en las islas del Pacífico
Imposible pensar en el pintor Paul Gauguin (París 1848- Islas Marquesas, Polinesia Francesa, 1903) sin inmediatamente vislumbrar en la mente una escena paradisíaca protagonizada por una mujer semidesnuda con una flor en el cabello. El posimpresionista que revolucionó el uso del color y la obra que le inspiraron sus estancias en las islas del Pacífico a finales del XIX son los ingredientes de la exposición Paul Gauguin: o otro e eu (el otro y yo), que acaba de inaugurar el Museo de Arte de São Paulo (MASP) en esta ciudad brasileña. La muestra es una relectura crítica de la mirada de Gauguin sobre lo exótico, el otro, los indígenas, especialmente, las indígenas, y sobre sí mismo a través de 40 obras del artista, incluidas algunas que nunca habían viajado al llamado sur global. Encuadrada en el tema Historias indígenas, la exhibición durará hasta el 6 de agosto.
Desde hace años, el MASP organiza su programación anual en torno a un tema y lo titula Historias... Este 2023 todo gira en torno a la cuestión indígena. Por eso el museo ha organizado esta relectura crítica de la obra del pintor francoperuano mientras expone simultáneamente piezas de artistas nativos brasileños contemporáneos. “Cada año elegimos la obra de un artista internacional de nuestra colección para, a partir de ahí, resignificar la colección”, explica Fernando Oliva, la mitad masculina y paulistana del dúo que ha comisariado la exposición de Gauguin. Así, una colección consagrada durante décadas a obras creadas por hombres blancos europeos se parece cada vez más a la sociedad de un país tan diverso como Brasil mientras aspira a explicar mejor a sus visitantes la complejidad del mundo fuera de sus salas.
El propio Gauguin era un ser extraño en los ambientes del arte europeo, considerado exótico, a menudo caricaturizado. Hijo de la peruana Aline Chazal Tristán y nieto de la feminista Flora Tristán, Gauguin vivió en el país andino hasta los seis años y gracias a ello construyó toda una narrativa, una mitología en torno a sí mismo, además de pasearse por aquellos círculos vestido con una capa inca. Evidentemente, llamaba la atención. Era una manera de presentarse como alguien singular ante sus colegas parisinos en la reñida competición de marketing que también había entre los artistas de aquella época.
El visitante es recibido por tres autorretratos del pintor, uno en el que se muestra como una especie de Jesús y que durante décadas ha estado expuesto en el MASP, otro llegado desde un museo de Texas y un tercero prestado por el D’Orsay de París, Autorretrato con Manao Tupapau. En él Gauguin se pintó ante una de las obras inspiradas por su estancia en Tahití. Cuando la crea está de regreso en Francia tras su primer viaje al otro lado del mundo. Como gesto de rebeldía viste un sombrero de cowboy, a la moda de Buffalo Bill, en boga en aquella época, y detalla las razones que le llevan a embarcarse de nuevo hacia la isla del Pacífico, como recuerda la cartela: “Parto porque busco paz y tranquilidad. Librarme de la influencia de la civilización, quiero hacer solo arte simple y para eso necesito estar inmerso en la naturaleza virgen, no ver a otros que no sean salvajes, vivir como ellos”. Ese era su discurso.
“Pero cuando miramos sus obras, necesitamos entenderlas no como un relato etnográfico, no como lo que realmente encontró en Tahití”, advierte Laura Consendey, la mitad femenina y carioca del dúo de comisarios. Las pinturas reflejan “una mezcla entre el imaginario que él ya había adquirido a través de los relatos e imágenes de los primeros viajeros europeos al Pacífico, las expectativas que debía cumplir y su deseo de mostrar un paraíso intacto y exuberante”, añade.
La muestra reúne 40 obras entre pinturas y grabados procedentes de 17 pinacotecas, incluidas el Metropolitan de Nueva York, la Tate y la National Gallery de Londres, el Getty de Los Ángeles y el de Finas Artes de Budapest. Junto a los idealizados paisajes de una belleza inmaculada, mujeres indígenas a menudo semidesnudas. Como gran icono de esa erotización y exotización en la obra de Gauguin, ha viajado hasta São Paulo desde el Metropolitan neoyorquino el cuadro Deux femmes tahitiennes (1899), que las muestra con los pechos al aire a modo de ofrenda sobre una bandeja de jugosas frutas. A su lado, otra pintura que muestra el contraste entre lo local y las influencias foráneas: la misma modelo como nativa, con su pareo de flores, y con el cuerpo oculto bajo un vestido de misionera.
No es que esa mirada idealizada y condescendiente hacia lo exótico sea puesta en cuestión ahora por primera vez; en su época recibió también algunas críticas en buena medida por aquellas tahitianas con aspecto de adolescentes, como explica Consendey: “Ya en el XIX fue criticado sobre todo por la posición de poder en relación a las personas de allí, particularmente, las mujeres”. Su colega Oliva apunta que esas críticas “no tenían la amplitud ni la contundencia que tienen hoy en la esfera pública”. Muchas décadas después, también fue objeto de crítica en las revisiones feministas de la historia del arte por parte de Griselda Pollock y otras especialistas.
Los nativos brasileños, descendientes de los supervivientes de la conquista portuguesa, son una parte muy pequeña de la actual población, pero el papel vital que desempeñan como los protectores más eficaces de la Amazonia y su rica biodiversidad les otorgan un protagonismo que no ha dejado de crecer a medida que se agrava la crisis climática. Su arte gana espacio en los círculos del arte mientras sus líderes tienen cada vez más poder político. Brasil acaba de estrenar su primer Ministerio de los Pueblos Indígenas.
La exhibición consagrada a Gauguin coincide con otras que el MASP dedica al arte creado por nativos. Destacan entre ellas las pinturas, dibujos y esculturas que elabora el Movimiento de los Artistas Huni Kuin (MAHKU), un colectivo creado hace un par de décadas por habitantes de la tierra indígena Kaxinawá, en el Estado de Acre, en la frontera con Perú.
Pinturas de abigarradas composiciones que combinan figuras humanas y animales en estridentes colores. Son traducciones visuales de un ritual tradicional en ese pueblo que incluye el consumo de ayahuasca. “Este año queremos discutir las historias indígenas que han quedado fuera de la historia del arte canónica”, dice el comisario Oliva. Antes posaron su mirada crítica sobre las historias feministas, de la sexualidad, de la danza… El año pasado, bicentenario de la independencia, fue el de las historias brasileñas.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.