Martin Amis, ‘rock star’
No lo buscó, pero fue el novelista más mediático de su generación
Mi primer encuentro con las leyes del woke tuvo lugar en una librería londinense. Compendium Books era una de las glorias del barrio de Camden: ejercía como la gran librería alternativa de Londres. En la entrada te encontrabas con un formidable muestrario de fanzines, revistas especializadas y libros musicales de editoriales incógnitas, todo seleccionado por el entusiasta Chris Render, que solía estar en la caja.
Una vez que te surtías de material musical, pasabas a la zona principal, escrupulosamente subdividida en estanterías ordenadas alfabéticamente. Me chocó no encontrar en “ficción” las novelas de Martin Amis; conocía las traducciones de Anagrama pero pretendía leerle en el idioma original. Chris torció el gesto: “hicimos una votación y decidimos no vender las obras de Martin. Ya sabes, es hijo de Kingsley Amis, un escritor misógino y racista”. Así que, pensé, los pecados del padre contaminan a los hijos.
No creo que ese veto afectara a Martin, entonces —excusen el tópico— uno de los “autores de moda”. En las descripciones periodísticas se invocaba cierto parecido a Mick Jagger. Durante las batallas culturales, Amis formaba tándem con otro graduado de Oxford, el dinamitero Christopher Hitchens. Y sí, podíamos establecer algún paralelismo con los Glimmer Twins, el seudónimo de Jagger y Keith Richards para sus labores de producción dentro de los Rolling Stones de la buena época.
Pero no coincidirían en la misma barricada. Aparte de las obligatorias reflexiones sobre Bob Dylan, ni Amis ni Hitchens manifestaron mayor interés por el rock y el pop. Aunque todos compartían una fascinación generacional —ay, la posguerra— por Estados Unidos: los cuatro terminarían instalándose en aquel país y casándose con estadounidenses. Había grados en su americanofilia: Jagger, siempre escéptico, sigue viviendo aquí y allá, a lo jet set, y Hitchens, que unció sus poderes de convicción a los consejeros belicistas de George W. Bush, convirtió en bochornoso espectáculo su obtención de la nacionalidad estadounidense.
En el caso de Martin, un factor fue la permanente hostilidad de la prensa londinense hacia los Amis. Cada vez que Kingsley sacaba un libro (y era prolífico), los periódicos mandaban reporteras a entrevistarle, con la esperanza de provocarle alguna barbaridad misógina; no funcionaba, el patriarca tenía otras precauciones existenciales.
Martin resultaba más vulnerable. Secretamente, era detestado por su precocidad, su virtuosismo, sus personajes odiosos y, claro, su vida interesante. Un resentimiento que explosionó en 1995, cuando se estaba divorciando y fichó por Andrew Wylie como agente literario; con dinero conseguido por quien llaman “El Chacal” se sometió a una compleja restauración dental en Nueva York. Sólo en un medio tan ponzoñoso como el literario puede explicarse que aquello se transformara en un casus belli. No lo arregló Martin cuando alegó que su dentadura era “tan desastrosa como la de Nabokov y Joyce”.
Podría argüirse que, con su traslado a Brooklyn, triunfó el Martin moralista, que reincidía en explorar el Holocausto o la figura de Stalin. Y perdimos al abrasivo Amis de Dinero o Campos de Londres. Apareció una desagradable xenofobia cuando sugirió apretar las tuercas —amenaza de deportación, prohibición de volar, registros en la calle, limitación de libertades— a la comunidad islámica en Gran Bretaña. Compendium ya no existe pero imagino a sus libreros moviendo la cabeza: “te dijimos que los Amis eran tóxicos.”
Babelia
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