Riot Grrl: la ola cultural feminista que revolucionó EE UU en los noventa
Dos libros reivindican la importancia social y política del movimiento más allá de la música
Hay semillas que al madurar dinamitan estructuras de acero. Kathleen Hanna tenía nueve años cuando acompañó a su madre a una manifestación en la que participaron las activistas y feministas Gloria Steinem y Bella Azbug. Y no olvidó esa sensación “de estar en compañía de una multitud de mujeres con los puños en alto, diciendo cosas muy inteligentes”, explicaría tiempo después en una entrevista.
A principios de la década de los noventa, 10 años más tarde de aquel fogonazo de hermandad, Hanna y algunas amigas formaron la banda de punk Bikini Kill y junto con otras chicas y grupos como Bratmobile o Heavens to Betsy revolucionaron el panorama cultural y político de EE UU al poner en marcha las Riot Grrrl. Era un movimiento sin ningún tipo de estructura —al principio el signo de reconocimiento entre sus miembros era pintarse palabras o estrellas en los dedos—, que canalizó el vigor adolescente en acciones de afirmación y reivindicación feminista.
El movimiento se fraguó entre Olympia (a menos de 100 km de Seattle) y Washington DC, entre tarjetas postales y listas de contacto, en pequeños encuentros y conciertos. Después se extendió a otras ciudades y países, y en ese camino “forjaron una nueva forma de ser para adolescentes y chicas, transformándolas en personas confiadas, capaces y poderosas”, explica Sara Marcus, autora de Las chicas al frente: la verdadera historia de la revolución Riot Grrrl (Editorial Contra, 2023).
Como una descarga eléctrica que nadie vio venir, a golpe de guitarrazos, reuniones y acciones artísticas, las Riot Grrrl hicieron saltar por los aires el concepto de la chica-acompañante-fan-amiga-novia hasta convertirla en protagonista de un movimiento musical, cultural y político muy combativo contra esa idea de que si no eras una tía buena o no te esforzabas en serlo entonces eras “gorda/fea/rara/bocazas/queer/diferente/mal/mal/todo mal”, según Marcus.
En Chica=Tonta, Chica=Mala, Chica=Débil, políticas identitarias del movimiento Riot Grrrl (Uterzine/Orciny Press, 2022), Laura Sagaz también relata la fuerza de aquella corriente. De adolescente tuvo necesidad de romper con todo, y le encantaba la música, pero no veía bandas de mujeres, hasta que tirando un poco del hilo descubrió que “sí había una escena con chicas”. “Y me fascinaron porque hablaban de temas muy presentes en la vida de todas, como la menstruación, los hábitos alimenticios, o las relaciones”, agrega.
De las Riot Grrrl, Sagaz subraya la importancia de los fanzines y su distribución en tiempos casi pre-internet: “Algo increíble si tenemos en cuenta que hablamos de adolescentes que solo contaban con el poco dinero que les daban sus padres o de trabajos a tiempo parcial”.
Eran revistas autoeditadas que hablaban de música, de política, de Angela Davis, Patti Smith o Judith Butler. Y con buenas dosis de humor debatían sobre sexualidad, maltrato, porno, identidades queer o temas raciales, y sobre lo cutre y sexistas que era la mayoría de los programas de la tele. Las publicaciones tenían nombres como Jigsaw, Girl Germs, Runt, Snarla o el mismo fanzine Riot Grrrl. Muchas veces eran publicaciones de una sola página doblada en cuatro pliegues, pensadas, escritas y diseñadas en habitaciones de adolescentes, fotocopiadas y distribuidas después —de tú a tú, sin intermediarios— por institutos o cafés.
Así, leyéndose unas con otras, empezaron a poner nombre a ese sexismo y machismo brutal que vivían. “La rabia y el análisis te llevan a saber lo que te pasa, a luchar contra la opresión, en vez de volcar toda esa violencia que sientes contra ti misma. Descubres que no estás sola, que hay toda una comunidad detrás”, reflexiona Marcus al teléfono desde su casa en Indiana.
Brujas que matan niños
El contexto es casi todo: en una portada de un número de diciembre de 1989 la revista Time se preguntaba si el feminismo tenía futuro mientras las violaciones, los asaltos y abusos sexuales alcanzaban cifras pandémicas y republicanos como Pat Buchanan hablaban de guerra cultural —tan trumpiana tres décadas más tarde— y tildaban a Bill y Hillary Clinton de feministas radicales. Fue un tiempo de personajes como Pat Robertson, un evangelista que describía el feminismo como “un movimiento político socialista y antifamilia, que anima a la mujer a dejar a su marido, matar a sus hijos, practicar la brujería, destruir el capitalismo y hacerse lesbiana”.
El combustible de las Riot Grrrl fueron la soledad, la ira y la frustración. Eran adolescentes se sentían atrapadas en una realidad que las cosificaba sexualmente y, “muchas de ellas, tras examinar las posibilidades a su alcance —Dios, el deporte, las drogas y el alcohol o adaptarse a la cultura que las rodeaba— optaron por el punk” escribe Marcus.
Poco a poco y después en tromba, se sumaron reuniones, grabaciones y conciertos autogestionados, hechos por ellas mismas, donde ante una audiencia de adolescentes de 14, 15 o 16 años las Bikini Kill cantaban Rebel Girl al grito de “atrévete a hacer lo que quieras, atrévete a ser lo que quieras”.
No lo tuvieron fácil. En la escena musical, muchos las catalogaron de “odiadoras de hombres” por cantar estribillos contra la violación y los abusos. Pero no se dejaron avasallar: en sus conciertos animaban a las chicas a ocupar las primeras filas y no dejarse condicionar por los chicos más violentos.
El movimiento fue pronto foco de atención mediática, entre otras cosas porque vivió una relación de retroalimentación con el grunge. En junio de 1989 Industrial Nirvana —entonces Kurt Cobain, Krist Novoselic y una caja de ritmos, aún sin Dave Grohl— tocaron en Reko Muse, el club y centro de arte puesto en marcha por Hanna en Olympia. Y en una noche de borrachera conjunta con Cobain, Kathleen escribió en una pared “Kurt Smells like Teen Spirit”.
Las Riot de ahora
El rastro de la Riot Grrrl se mantuvo vivo a lo largo del tiempo, y hasta ahora mismo. Cuando en 2010 Vane Balón puso en marcha su blog Distrito V, todos sus referentes musicales eran masculinos. No fue hasta 2018, al preparar los contenidos para una sección en Radio 3, cuando se dio cuenta “de que había un montón de bandas femeninas sin ningún tipo de visibilidad”. “Empecé un proceso de reeducación consciente”, dice. Se puso manos a la obra, empezó a radiar también grupos de chicas y comenzó el censo Riot Grrrl, que en poco tiempo acumuló más de un millar de bandas con al menos una mujer entre sus integrantes. Muchas de ellas se pueden escuchar en su podcast Distrito Riot 19, donde suenan Hermana Furia, Barbara Black, y canciones como No me interesa tu opinión, del grupo Tiburona.
“De aquel momento hay elementos que han quedado en herencia, como la idea de autogestión, de creación, de hacerlo tú misma”, explica Sagaz al teléfono desde Madrid. Y esa herencia es rica. Están las acciones que llevan a cabo asociaciones como MIM, Rockin Lady, festivales como Sisterhood o Ladyfest, o bandas como Las Odio, Wake up, Candela o Hetsa, en España, Penadas por la ley y She Devils en Argentina,o las Fuck Namasté en Brasil. Todo un movimiento horizontal, internacional y alternativo que, de diferente manera, forma parte de la cuarta ola feminista y sigue luchando por la noción radical de que las mujeres son personas, según escribió Mary Shear en 1986. “Hay que volver a ser radicales. Hay que pelear otra vez por el derecho al aborto en mi país”, apunta Marcus desde EE UU.
Sea como sea, la palabra punk tiene un algo inequívocamente femenino. “My lord, she may be a punk; for many of them are neither maid, widow, nor wife”, declama un personaje de Shakespeare —usando punk como sinónimo de prostituta— en la obra Medida por medida, de 1623.
Babelia
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