El videoarte funde a negro
La expresión artística estrella antes del ‘crash’ de 2008 languidece hoy por su ausencia en ferias, galerías, problemas de conservación y falta de coleccionistas
Lo evidente sería escribir: “La pintura mató a la estrella del vídeo”. Sencillo y cierto. Desde el crash financiero de 2008, el videoarte, antes muy presente, ha ido desapareciendo poco a poco de las ferias, las colecciones privadas, las subastas y las galerías. Podría decirse que hoy es una expresión artística repudiada. Apenas suponía un 1% de las ventas en 2021. Un año después —cuando el mercado intercambiaba 67.800 millones de dólares (unos 61.200 millones de euros), acorde con la economista especializada Clare McAndrew—, llegó al 5%. Pero escondía una gatera. El 99% de las transacciones procedía de los NFT (archivos digitales validados por la cadena de bloques) y el criptoarte. Esa moda se hundió también con la rapidez de un capitán que abandona el barco. Y ahora el videoarte regresa al principio. Pasada esa fiebre de los NFT semejante a la de los bulbos de tulipanes en el siglo XVII en los Países Bajos, “el mercado se ha vuelto un poco más lento y cauteloso desde 2021, y esa puede ser la razón del retorno a los medios clásicos”, reflexiona la economista.
Los galeristas que se juegan su dinero en una feria (un estand en Art Basel, la más importante del mundo, cuesta entre 730 y 1.000 euros el metro cuadrado) o en su sala anual coinciden en el hundimiento del videoarte. “El regreso de la pintura y su coleccionismo es una tendencia visible”, relata la galerista alemana Esther Schipper, quien, por cierto, trabaja con dos de los videoartistas más valorados del mundo: Anri Sala (Albania, 1974) y Rosa Barba (Italia, 1972). La marchante encuentra una razón profunda, una grieta generacional, para que los jóvenes escojan la pintura como su formato favorito. “A diferencia del vídeo, permite cierta reclusión en uno mismo, cierta introspección que contrarresta la presencia social ininterrumpida”, asegura Schipper.
Hay un extraño paralelismo con el pasado. En la época de Felipe IV (el mayor coleccionista de su tiempo) los tapices, al exigir mucho tiempo e hilos de materiales preciosos, costaban bastante más que un óleo. El 11 de octubre de 1650, el monarca (en concreto, Alonso de Cárdenas, su agente residente en Londres) pagó 3.599 libras (una cantidad enorme) por la serie de nueve tapices con los Hechos de los Apóstoles sobre cartones de Rafael Sanzio (1483-1520), tejidos en oro y seda, y que llegarían a Madrid en mayo de 1651. Por comparar, una pintura atribuida a Caravaggio (1571-1610) y dos bronces del escultor Francesco Fanelli (1590-1653) valían solo siete libras, siete chelines y diez peniques, respectivamente. La evolución del tapiz en el mercado del arte es similar a la que ha vivido el vídeo: tuvo su momento y se deshilachó. “Los recursos necesarios para mostrar un vídeo en una feria (construcción de un espacio especial) difícilmente tendrán un retorno económico: es la razón por la que no se ven con frecuencia”, observa Pedro Cera, galerista portugués. Hoy, la Salomé de Caravaggio, exhibida en la Galería de las Colecciones Reales de Madrid, si pudiera ser vendida en el extranjero (algo imposible) superaría los 250 millones de euros. Pocos vídeos en el mundo se acercan no ya a esos números sino a los más modestos: 2,5 millones. Que ya es mucho dinero.
Por si fuera poco, el videoarte sufre un problema en su propia casa: la obsolescencia tecnológica. Al principio era vanguardia, ahora semeja arqueología visual. “Tiene un problema bastante grande que es la necesidad de actualizar los dispositivos”, admite el comisario Gabriel Pérez-Barreiro. Y añade: “Una cinta de VHS de hace 15 años hoy no vale para nada, y no se da por supuesto que se pueda actualizar el formato sin el permiso del artista”. Son expresiones inestables, mientras que la pintura —aunque sea una visión conservadora— resiste guerras y fuegos.
Sin coleccionismo, el vídeo apenas se desarrolla o lo utilizan artistas en periodos muy incipientes de su formación. El coleccionista mallorquín Juan Bonet, que posee varias obras de vídeo, hace tiempo que no adquiere ninguna. “No existe segundo mercado, y las piezas carecen de salida si un día necesitas venderlas”. Ni la geopolítica ni la economía ayudan. Los elevados tipos de interés y una inflación que se resiste aún a bajar crean inestabilidad en el horizonte. “El mercado cada vez es más conservador, quizá por la incertidumbre mundial, pero son los autores consagrados y la pintura quienes dominan las ferias y las subastas”, reconoce Carlos Urroz, director de la colección TBA21 (Thyssen-Bornemisza Art Contemporary).
Fluye un cierto eco del fin de una época. Emilio Pi y Elena Fernandino llegaron a tener quizá, con 350 obras, la mejor colección de vídeo de España y Europa. Tardaron 12 años en completarla. Sin embargo, hubo un momento en el que las dudas pesaron igual que planchas de plomo. Las galerías nunca supieron vender esas piezas (cómo evitas una copia de un CD), en los 2000 muchos artistas incluyeron en su práctica el vídeo, aunque fueran fotógrafos o pintores, devaluando la propuesta, y hoy se parece al cine. “Son grandes instalaciones y los artistas trabajan bajo encargo de coleccionistas multimillonarios o instituciones”, explica Emilio Pi. Su opción fue donar 1.000 obras de lo que ellos denominan colección de estudio (tienen los derechos restringidos de exhibición, al Museo Reina Sofía de Madrid) y la organización adquirió unas 30 piezas. El resto forma parte de los amplios fondos de una colección española. Ahora —asegura el matrimonio— se vuelcan en el arte africano. Pintura, pintura, pintura del continente de moda.
Babelia
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