Lo mejor y lo peor del ‘Napoleón’ de Ridley Scott
Josefina y la artillería, en lo bueno, y las prisas y las excesivas libertades en contar la vida de Bonaparte, en lo malo, marcan la película
Hay cosas buenísimas en el Napoleón de Ridley Scott para los amantes del personaje y su historia, y otras que te dejan un poco patidifuso, insatisfecho y hasta disgustado. He aquí una somera selección de pros y contras de una película que, al margen de sus valores cinematográficos, ofrece un gran espectáculo e invita al debate.
Lo mejor:
—Josefina. La composición del personaje que brinda la actriz Vanessa Kirby es excelente. Muy atractiva con el look de pelo corto (un estilo ideal para la guillotina, de la que, se nos explica, sólo se libró por estar embarazada), está convenientemente seductora e impúdica en sus primeras apariciones, pese a que la Josefina real trataba de sonreír poco para que no se le vieran los dientes rotos y negros a causa de la mucha caña de azúcar que había consumido en la Martinica. La película describe muy bien la relación con Napoleón. De supervivencia al inicio (no deja de ser una ex aristócrata viuda y ya madura en busca de protector en un mundo proceloso), con un punto de fascinación por el mito en ascenso, es la primera en ver las miserias íntimas del personaje. La cara de fastidio en algunas escenas de sexo lo dice todo. Su progresión hacia el hedonismo, los amantes y el derroche, la caída a causa de su incapacidad para dar un heredero imperial y su frágil encanto a partir de entonces, convertida en amiga confidente en la Malmaison, están muy bien contados, curiosamente, en un filme que mete pronto el acelerador y se salta tantas cosas. Es cierto que la relación comenzó a partir de que el hijo de Josefina acudiera a Napoleón para pedirle el sable de su padre guillotinado.
—Destacar el papel del húsar Hippolyte Charles, amante de Josefina, que era un prenda (y valga la palabra vista su elegancia). Parecería cuestionable darle tanta cancha con las estrecheces de metraje y tanto mariscal importante que se queda en el tintero. Pero el húsar tuvo un papel fundamental en la fijación de Napoleón por Josefina, desató sus celos y le causó algunos problemas muy graves (y no sólo para ponerse el sombrero): involucrado en una red de contratos fraudulentos con el Ejército, arrastró a Josefina, que siempre necesitaba dinero, a un peligrosísimo juego con fondos públicos que salpicaba la honestidad de Bonaparte. El guapo y elegante Hippolyte además le sirve a Ridley Scott para plasmar su fascinación por los uniformes -lleva uno muy parecido al del húsar D’Hubert (Keith Carradine) en Los duelistas, lo que parece un autohomenaje-.
—Mostrar la manera en que practicaba el sexo Napoleón. El corso, por lo visto, era realmente así en la intimidad. Se ve en sus cartas. Muy de aquí te pillo aquí te mato. Poco dado a prolegómenos y todo a paso vertiginoso. Impaciente en el amor como en la guerra. Artillero al fin. Una de sus amantes, la cantante Giusseppina Grassini (!) resumió: “El asunto se acabó en tres minutos”. También era así en la mesa: “Si quieres cenar bien, cena con Cambacérès, si quieres cenar mal, cena con Lebrun, si quieres cenar rápido cena conmigo”, decía. Ah, y, curiosamente, no le gustaba el coñac.
—Es en parte una licencia de la película, porque su madre (Madame Mère, doña Letizia) no intervino en el asunto poniéndosela desnuda en la cama, pero es cierto que Napoleón se lio con la jovencita camarera de 17 años Élénore Denuelle de la Plaigne y la dejó embarazada, ansioso por demostrar que no era impotente y que la infertilidad de su matrimonio era culpa de Josefina. La chica alumbró un hijo ilegítimo, el conde Léon (por las últimas letras del nombre del padre) y abrió pasó a la idea del emperador de divorciarse para tener un heredero.
—El énfasis en los cañones. Ridley Scott ha visto muy bien lo esenciales que fueron en la carrera de Napoleón. Las piezas de su Gran Batería eran “sus hijas mimadas”. Pocas veces se ha visto en el cine (ni siquiera en Los cañones de Navarone) un tronar de artillería como en la película (y los efectos de las balas de cañón), lo que proporciona una sensación muy real al espectador de estar en un campo de batalla napoleónico. Las batallas napoleónicas, como se muestra muy bien, eran verdaderas carnicerías: se calcula que la suma de bajas en Borodino (el enfrentamiento más sangriento hasta la batalla del Marne un siglo después) equivaldría a un avión completo de pasajeros estrellado en un área de 15 kilómetros cuadrados cada 15 minutos durante las 10 horas que duró la batalla (Napoleón, una vida, de Andrew Roberts, Ediciones Palabra, 2016)
—La atmósfera. El director envuelve su película en magníficas texturas y colores muy pictóricos, demostrando que se ha inspirado en los cuadros de la época. Para Egipto, es evidente la influencia de Gérôme (y recordemos que su Pollice verso fue el desencadenante de Gladiator). En Austerlitz y Rusia, Gros; en la coronación, David, claro.
—La banda sonora. Junto a la música original de Martin Phipps, coros corsos, canciones populares de la época, como La Carmagnole, y piezas clásicas, especialmente Haydn. También Purcell. Todo muy à la Kubrick.
—El duque de Wellington. El general británico, mostrado muy mayor (Rupert Everet tiene 64 años, Wellesley tenía 46 en Waterloo), parece hacer de alter ego de Ridley Scott con su visión escéptica, mordaz e irónica sobre Napoleón. Representa asimismo la opinión británica más extendida sobre el “tirano” y “advenedizo” corso. La escena (inventada, Napoleón y Wellington nunca se encontraron) en la que conversan a bordo del HMS Bellerophon donde el emperador está cautivo antes de ser llevado en el HMS Northumberland a Santa Helena, sirve para mostrar que, a diferencia de los jóvenes guardiamarinas que aparecen, el establishment británico no sucumbió al carisma de Napoleón y le vio siempre las costuras (como Ridley Scott).
—El zar Alejandro. La película muestra correctamente el carácter de Alejandro, su admiración por Napoleón y la forma en que este le llevó al huerto en Tilsit. Es cierto que Alejandro visitó a Josefina y que hubo química entre ellos.
—Entre otros pequeños detalles buenos, el del sargento británico que alinea muy pertinentemente a la infantería con un palo horizontal durante la batalla de Waterloo. Parece el mismísimo Pat Harper, el camarada de Sharpe en las novelas de Bernard Cornwell. Está muy bien el ambiente estilo República de Weimar que reina en París tras la caída de Robespierre. Y la degollina y empalamiento de coraceros en el bosque ruso por los cosacos, retratados como si fueran los marcomanos de Gladiator.
Lo peor:
—La rapidez con que pasa por la pantalla la vida de Napoleón (si hoy es viernes esto es Jena). Es cierto que fue comparado con un astro fulgurante y que una de sus principales virtudes en la guerra era la velocidad (por no hablar de lo ya apuntado del sexo), pero realmente hay demasiados saltos y se renuncia a muchas cosas fundamentales. Su parte intelectual, por ejemplo.
—La ausencia absoluta de la guerra de España. No es de recibo, aunque la haga un británico, que una película sobre Napoleón prescinda del decisivo escenario peninsular. Nos hemos quedado (a la espera de lo que pueda deparar la versión original de cuatro horas en Apple TV+) sin ver a Ridley Scott emular la paleta de Goya, y sólo podemos imaginar lo que hubiera hecho con la famosa carga de los lanceros polacos en Somosierra (“¡el emperador nos está mirando!”).
—El hieratismo de Joaquin Phoenix. Probablemente impresionado por encarnar a semejante personaje, que ha tenido interpretaciones tan destacadas como las de Albert Dieudonné (el maravilloso Napoleón de Abel Gance), Marlon Brando, Charles Boyer, Rod Steiger o Patrice Chéreau, Phoenix muestra pocos registros y atraviesa el metraje (y los años) casi con la misma expresión de reconcentrada trascendencia. Se mueve mejor en las escenas íntimas -cuando huele la carta de Josefina y se la pasa por el cuerpo, cuando se pelea con ella (“¡estás vacía!”, “¡y tú gordo!”) o juegan (”el amor es una tontería de dos”, decía Bonaparte)- que en las de masas. A destacar que ofrece en algunos momentos una inesperada fragilidad de Napoleón. El momento público en que parece más Cómodo, y valga la broma, es cuando en la entronización luce una corona de laurel como un emperador romano. Queda su recurrente gesto de taparse los oídos cuando disparan sus cañones y el acreditado históricamente de tirar de la oreja cariñosamente, tanto a pajes como a veteranos granaderos grognards.
—La carga de Napoleón en Waterloo. Napoleón no encabezó ninguna carga de caballería en la batalla. Eso no quiere decir que no lo hiciera en otras ocasiones. Y que no fuera un hombre valiente: su valor quedó acreditado a lo largo de toda su vida, con episodios heroicos como los de Lodi y Arcole (“para los valientes, el fusil no es más que el mango de la bayoneta”, decía). Tuvo suerte porque en todas las batallas estuvo bastante a tiro (como muestra la peli) y le mataron mucha gente alrededor.
—La masacre en el hielo de Austerlitz. Ridley Scott se ha quedado con el mito de la destrucción de los ejércitos ruso y austriaco en los lagos helados. La escena es una gran exageración (parece que estemos en la batalla del lago Peipus, en 1242, donde Alexander Nevski zurró a los Caballeros Teutónicos), aunque funciona cinematográficamente (el cineasta se siente Eisenstein y se deleita en esa escena del portaestandarte hundiéndose en las profundidades ensangrentadas) y es verdad que buena parte de las bajas aliadas ocurrieron en la huida: la caballería austriaca carecía de defensa en la parte trasera del peto de la coraza y era muy vulnerable por detrás (como Josefina).
—El disparo a las Pirámides. La denominada Batalla de las Pirámides tuvo lugar en realidad a tal distancia de esos monumentos que es imposible que una bala impactara contra la de Kefrén como se muestra en la película, para espanto de egiptómanos. Ridley Scott lo ha justificado diciendo que así quedaba claro que Napoleón estaba en Egipto. Ya se pasó por el forro la egiptología en Exodus: reyes y dioses mostrando las pirámides en construcción ¡en el Imperio Nuevo! En cambio, la escena en que Napoleón acerca la oreja a la boca de una momia es muy buena y acertada: Bonaparte inauguró nuestra curiosidad por el Antiguo Egipto, no lo bombardeó.
Babelia
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