Ida y vuelta. En la ruta descolonizadora
Las palabras ya son casi comunes en el debate público, descolonizar, restituir, y en algunos sectores siguen causando escándalo ante la perspectiva de una restitución masiva y la consecuente merma patrimonial que ello supondría para esa invención que es el museo enciclopédico. Pero cualquier acto que no vaya acompañado de la alteración de nuestros marcos de referencia es insuficiente y acaba en la condescendencia.
¡Don Giovanni!
A cenar contigo
Me invitaste, y he venido.
(…)
Tú me invitaste a cenar,
Sabes cuál es ahora tu deber.
Respóndeme:
¿vendrás a cenar conmigo?
Estamos en el último acto de la popular ópera de W. A. Mozart, Don Giovanni. Quien habla, provocando el terror del protagonista, es una escultura que representa al comendador. Su espanto no procede del hecho de que el insigne patricio venga a cobrar sus deudas, un sujeto orgulloso y pendenciero como Don Giovanni está harto acostumbrado a ello. Proviene de que quien le interpela es un monumento que ha tomado vida, un espíritu que tiene cuentas pendientes en el mundo de los humanos. “¡Qué insólito pavor/se apodera de mis facultades! / ¿De dónde surgen estos / torbellinos de horrendo fuego?” –exclama, al final, el burlador de Sevilla.
La modernidad consolidó el culto a los monumentos. Esculturas, arcos de triunfo, fuentes y demás piezas ornamentales han recordado a las figuras y efemérides del pasado, al mismo tiempo que han omitido muchas otras. Los monumentos son dispositivos de memoria y olvido. Celebran a los muertos, pero, cuando estos no han sido adecuadamente velados, cuando sus heridas siguen abiertas, sus fantasmas persiguen a las sociedades que los erigieron, reclamándoles el pago de su deuda. Quizás sea esta la razón por la que, en la actualidad, las fuerzas conservadoras lanzan gritos de alarma sin cesar ante lo que consideran un peligro para la identidad del país. Como el ominoso personaje de la ópera de Mozart, sienten pánico ante la presencia de determinadas voces. Para la ultraderecha, la memoria histórica, la restitución y la decolonización son una amenaza que puede acarrear la desnaturalización de una supuesta cultura nacional.
Con la llegada de los reinos peninsulares a América se instauró un orden global que se sustentaba en el racismo, el heteropatriarcado, el privilegio de clase y el extractivismo. Sin embargo, en las últimas décadas, la interpelación de estas certezas por las comunidades afrodescendientes e indígenas, por aquellos que luchan por los derechos de las personas trans y LGTBI, la teoría crip o los movimientos contra el cambio climático ha entrañado una quiebra de ese paradigma epistemológico. La convicción en la verdad de un relato único ha dejado de tener sentido, al igual que el pretendido conocimiento universal, que se estructuraba en torno a lo que el sociólogo peruano Aníbal Quijano denominó colonialidad del poder y respondía a una concepción particular e interesada de las cosas.
Sabemos que no hay documento de cultura que no sea, a la vez, testimonio de barbarie. Es indiscutible que una parte de las colecciones de los grandes museos, como el British, Louvre o Pergamon, procede de los botines de guerra. Es también evidente que el colonialismo ha mudado sus estrategias a lo largo de los siglos y que las instancias de dominación son múltiples y complejas. Frantz Fanon conocía muy bien los mecanismos, con frecuencia invisibles, a través de los cuales la colonialidad perdura. En su libro Piel negra, máscaras blancas (1952), manifestaba que la violencia colonial se ejerce haciéndonos creer que no existe. La metrópoli educaba a las élites racializadas del Caribe de manera que se sintiesen, ante todo, francesas, importasen los usos y costumbres del continente, y defendiesen los intereses de este último.
Dado su carácter simbólico y valor material, las obras de arte fueron objeto del deseo de los imperios. Al apoderarse de los tesoros de los pueblos conquistados, los colonizadores incrementaron su patrimonio y despojaron a los colonizados de la capacidad de erigir un relato propio, expulsándolos de la historia. Durante décadas las instituciones europeas se han resistido a la repatriación de esas riquezas con el argumento de que solo ellas podían garantizar su conservación, estudio y difusión. El robo persistente de piezas que pertenecían al British Museum, sin que sus directivos se percatasen de ello, muestra de forma grotesca que Europa no es salvaguarda de nada.
Con todo, la restitución sigue sufriendo todo tipo de obstáculos y trabas administrativas. El informe oficial encargado por el Gobierno francés al escritor senegalés Felwine Sarr y a la historiadora del arte gala Bénédicte Savoy establecía, en 2018, que el 86% del acervo subsahariano del Musée du Quai Branly procedía del pillaje. Tres años después, de las setenta mil entradas de las que consta el catálogo de este departamento del museo solo veintiséis habían sido devueltas. Nadie duda de que los museos se ciñen a la legislación vigente. El problema surge cuando nos preguntamos si esas pautas son ecuánimes, en base a qué criterios se redactaron y quiénes fueron sus mentores.
Cuando se fundó el British Museum, en 1753, su patronato aceptó la posibilidad de descatalogar determinados artículos de su inventario. Sin embargo, en 1963, cuando irrumpieron las fuerzas que se rebelaban contra la colonización, se modificaron los estatutos y la deaccesión quedó prohibida. No se quería sentar un precedente, ni inducir a la pérdida de sus más preciadas posesiones, aquellas que habían singularizado y convertido a este museo en una referencia mundial. Poniendo el foco en el contexto español, ¿es defendible la presencia de ciertas piezas en museos públicos, aunque esta se salvaguarde constantemente en el marco de lo legal? ¿Es suficiente con conocer la historia que acompaña la llegada a España del cuadro de Camille Pissarro Rue Saint-Honoré, dans l’après midi. Effet pluie (1897), o con saber que el Tesoro de los Quimbayas fue un regalo del presidente de la república de Colombia, Carlos Holguín, a la reina regente María Cristina? Los hechos históricos no pueden entenderse de forma maniquea, desde un presente o pasado concretos, porque son relacionales. A lo mejor habría que convenir que no se trata de que las instituciones culturales se ajusten solo al derecho, sino a la ética.
Dos temporalidades divergentes
Modernidad y colonialidad han ido de la mano desde el siglo XVI. Configuraron un mundo gobernado por principios positivistas. Todo conocimiento que no se ciñese a sus códigos se consideraba menos evolucionado que el occidental, y podía ser incluso prohibido como herejía. James Cuno, director del J. Paul Getty Trust desde 2011 hasta 2022 y miembro muy activo de la American Association of Art Museum Directors, aseveró en 2006 que el museo enciclopédico era una fuente de conocimiento, tolerancia y un instrumento para disipar la ignorancia, la superstición y los perjuicios (1). Para Cuno, el alcance universal del pensamiento europeo implicaba que cualquier otro tipo de planteamiento carece de rigor “científico”. La estética moderna reguló la forma de percibir el mundo y, al hacerlo, definió la manera de habitar la tierra y de imaginar otros universos. Estableció un modo de control y de aserción de lo que puede aceptarse como bello, bueno y verdadero. Apartó de la historia a multitud de pueblos, eliminando de paso sus narraciones comunales y su concepción de la tierra. Con la modernidad se implantaron dos temporalidades, la de los colonizadores y la de los colonizados. Los primeros se ubicaron a sí mismos en el centro, los segundos quedaron relegados en la periferia, permanentemente ubicados en el pasado. Se abría con ello una herida entre dos temporalidades divergentes, la de los dominadores y la de quienes sufrieron la opresión.
Un paseo por la colección del Humboldt Forum de Berlín es elocuente en sí mismo. En algunas vitrinas son ostensibles los huecos dejados por las máscaras y esculturas que han sido repatriadas a sus lugares de origen. En todas las salas las obras se hallan contextualizadas. Se describe en detalle su procedencia, explicitando si han sido fruto de la rapiña, del genocidio o incluso si algunos de sus estudiosos fueron miembros del partido nazi. La sensación es que se ha realizado un trabajo exhaustivo y pormenorizado para recomponer la biografía de las piezas. No obstante, al terminar la visita, una cuestión permanece sin respuesta: ¿Por qué hablan solo los alemanes?, ¿dónde están las otras voces?
Aunque en Europa se debate con bastante frecuencia acerca de la necesidad de curar las heridas, no siempre se tiene presente que, cuando es el colonizador quien decide quién está sano y quién enfermo, la herida permanece. Nos escandalizamos ante la perspectiva de una restitución masiva y la consecuente merma patrimonial que ello supondría para esa invención que es el museo enciclopédico. Con todo, cualquier acto que no vaya acompañado de la alteración de nuestros marcos de referencia es insuficiente y acaba en la condescendencia. Se deben retornar los bienes sustraídos, pero si estos siguen siendo expuestos y estudiados de acuerdo con los criterios que, en Occidente, se entienden como “científicos” y “universales”, se pierde su naturaleza mágica y “viva”, amputando un elemento esencial de la historia de aquellos que los fabricaron. Como se refleja en la extraordinaria película de Chris Marker y Alain Resnais, Las estatuas también mueren (1953), en algún momento de los debates decoloniales, se cuestionó que los objetos producidos por las comunidades autóctonas dejasen de estar en los museos etnográficos y pasasen a los museos de arte. La intención era loable, pero ¿qué hacer, cuando nos percatamos de que, en algunas lenguas, como las maya y otras, esa palabra ni siquiera existe en su vocabulario? La restitución de un artículo preciado no consiste solo en su devolución, sino en la regeneración de los vínculos existentes entre tradiciones, cuerpos y tierras que la colonización interrumpió. No es una vuelta al pasado, sino un retorno del mismo al presente. Ello conlleva el derecho al rechazo de las normas occidentales en lo que a valor de uso, propiedad, acceso y control respecta. Exige, por el contrario, la solidaridad y que al concepto de restitución se le sume el de redistribución. En un proceso de justicia social es esencial que se tengan en cuenta los beneficios obtenidos del estudio o exposición de los enseres de otras culturas y que el retorno vaya acompañado de un proceso de cooperación y apoyo. Solo así es factible que se cierre la herida colonial y se superen las diferencias sistémicas implantadas entre el norte y el sur.
Los museos han de ser inclusivos, pero eso no quiere decir uniformes. El sistema de arte contemporáneo fomenta con ímpetu proyectos de creadores afrodescendientes o indígenas. Sin embargo, si estos no implican un cambio de modelo, terminan por construir una imagen de homogeneidad en un mundo que es desigual en extremo. No es, pues, suficiente con incorporar las vivencias de los demás en nuestro relato. Es imprescindible que se cambien los parámetros de este último, y pasar de un museo enciclopédico a otro situado, que no quiere decir nacional ni local, sino en relación con los otros. La artista franco-argentina, Alejandra Riera, lo expresa con gran lucidez en su trabajo Un cielo de color rojizoanaranjado (2024). En él aúna dos entornos naturales en apariencia antagónicos: el Sáhara y el Amazonas. A miles de kilómetros de distancia ambos ecosistemas interactúan. Los vientos del desierto llevan los nutrientes del suelo a través del océano a la selva amazónica, que necesita de esos mismos minerales para existir. Si uno sufre, el otro se resiente. Las cosas y los seres no están aislados. Solo aprendiendo a vivir juntos es posible la sanación.
Se suele considerar que la decolonización solo incumbe a aquellos países que han tenido un pasado colonial. “Nos solidarizamos” –se dice—”mas no es nuestro problema” o “no tenemos ningún objeto para reponer”. Sin embargo, la colonialidad del poder impugna esa falsa asunción. El mundo occidental no se encuentra separado del resto. La historia de los países europeos no es independiente de las colonias. No existe una nación británica o española separada de las comunidades y pueblos de América o India. La decolonización es un camino de dos sentidos, ya que cuando se discute sobre la restitución se delibera también sobre los discursos, dispositivos y, en especial, sobre la gobernanza de las instituciones.
*Manuel Borja-Villel es historiador del arte y comisario de exposiciones.
1 James Cuno, View from the Universal Museum, incluido en el libro de John Henry Merryman (ed,), Imperialism, art and restitution (Cambridge; New York: Cambridge University Press, 2006).
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