El arte de defender
Alrededor de las despedidas anunciadas siempre ha habido una cierta sospecha, sobre todo porque a menudo pierden espontaneidad, resultan excesivamente programadas y se dispone de tanto tiempo para quedar bien que la hipocresía compite con la sinceridad. No ha sido el caso de Puyol. Al capitán solo se le podía decir adiós a la carta y por decreto o en caso contrario su salida habría sido tan furtiva como la de Valdés o igual de complicada que la de Guardiola. Los mitos solo se sienten reconocibles cuando llevan la zamarra puesta y no cuando van vestidos de calle, y menos en la tarima de la sala de prensa, foco de los periodistas que buscan una imagen y un tuit para sintetizar una carrera. A Puyol hubo que sentarle por fuerza en la mesa para que escuchara qué piensa el fútbol de su figura y pudiera responder al agradecimiento con gratitud y también sin lágrimas, porque los héroes no lloran sino que mueren o se rinden por culpa del talón de Aquiles o de la rodilla, como Puyi.
Puyol representa a una especie en extinción, la del futbolista de club por excelencia, capaz de dignificar por igual la sudadera que el brazalete, porque ha tenido a bien amar la profesión como un artesano y cuidar de su cuerpo igual que un guerrero, siempre dispuesto a batirse con grandeza, igual daba en la Champions que en la Copa Catalunya. El poder victorioso de Puyi se explica por su capacidad para haber asimilado antes mil y una derrotas, alguna tan humillante como la más sonora de las goleadas, seguramente el 2-6 en el Bernabéu.
La leyenda del zaguero del Barça se escribe a partir de su melena de la misma manera que Lo Pelat fue esclavo de su cabeza rapada. Puyol ha sido Sansón, un central hercúleo y heroico que atacaba con la cabeza, protagonista de goles tan célebres como el que le marcó a Alemania en la semifinal del Mundial 2010 o al Madrid en la Liga, y defendía con el corazón, escudo de remates de rivales anónimos como el Lokomotiv de Moscú y marcador implacable del traidores para la causa culé como Figo. A menudo saco de golpes y víctima de cientos de fracturas, más coloso que agonías, siempre muy pesado, se partió la cara por su equipo hasta disfrutar sin reservas del sufrimiento. Aseguran sus amigos que si alguna vez utilizó una máscara fue para disimular que se estaba riendo del dolor.
Ha sido una fuerza de la naturaleza y un símbolo del compromiso, un tipo serio y sin concesiones, huraño con los medios de comunicación en tanto que guardián de los secretos del vestuario, y también honesto y deportivo, respetuoso con el rival, los árbitros y el código del fútbol. La mayoría de sus gestos respondían a su condición de líder natural: los más díscolos no olvidan sus reprimendas cuando celebraban goles que no venían a cuento, los catalanes recuerdan a diario su beso a la cinta con la senyera en Chamartín y para la memoria colectiva perdurará su decisión de ceder a Abidal el honor de recoger la Champions en el santuario de Wembley.
Admirador del Milan y seguidor de Maldini, íntimo de Luis Enrique, Puyol sabía estar porque no se cansaba de aprender desde que llegó a los 16 años a La Masia. No podía perder el tiempo, y en un equipo de virtuosos convirtió la defensa en un arte: tiraba la línea hasta la divisoria, achicaba la cancha y juntaba al equipo para que combatiera sin miedo ni opción de recular. Apretaba, anticipaba, rectificaba con rapidez, contagiaba su carácter y, cuando terciaba, se marcaba una chilena o una ruleta para recordar sus tiempos de delantero que imitaba a Romario. No se recuerda en el Camp Nou un jugador con más ganas de jugar al fútbol y de triunfar en el Barça.
Avalado por su espíritu de superación, Puyol consiguió lo que se propuso e incluso lo que no estaba previsto, como por ejemplo que ayer se fundieran en un abrazo Zubizarreta y Cruyff. Un buen colofón para una despedida con honores al mejor de los defensores, del equipo y del club.
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