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Calor, caídas y sprint de Caleb Ewan en el horno de Nîmes

El danés Fuglsang, uno de los favoritos al inicio, se rompe una mano y abandona dos días antes de los Alpes

Carlos Arribas
Caleb Ewan se impone en Nîmes.
Caleb Ewan se impone en Nîmes.Christophe Ena (AP)

El calor, más de 35 grados, les da una bofetada cuando bajan del autobús refrigerado y Valverde, que es de Murcia, un horno tan potente como Nîmes, o más, dice “hace mucha calor”. “En Murcia, por lo menos, a esta hora es cuando termino de entrenar y me meto al fresco”.

Es la una de la tarde.

Junto a la salida, frente a la casa de su hermano Alain, el primer Nimeño, que todos los días la ve desde el balcón de su casa, una estatua de Nimeño II, torero condenado a la tragedia y para quien reclama en un hermoso libro que su cuerpo se cubra con luz. El bronce quema, y nadie puede tocarlo, como quema la arena de las Arenas en Pentecostés y como arde, y quema la vista de quien se atreve a mirarlo, el asfalto sobre el que rodarán los ciclistas, condenados por el Tour a darse una vuelta de cuatro horas por las Cévennes secas, antes de regresar al punto de partida. Tony Martin engaña a su cuerpo y castiga a su espalda con un chaleco relleno de cubitos de hielo que se derriten tan veloces como su marcha al frente del pelotón en los kilómetros más tediosos. Pedalea con fresco el alemán, un rato por lo menos, y lo hace sin gafas, con los ojos entrecerrados, como si brillara el sol de Cabo de Gata y él fuera uno de los campesinos de allí, pero su trabajo no le cunde a Groenewegen, el sprinter de su equipo, el Jumbo, que en los últimos metros se queda encerrado junto a las vallas, a la sombra al menos, y no puede coger a tiempo la cola lanzada del cohete diminuto Caleb Ewan, que gana su segunda etapa.

Cubierto con la luz de su maillot amarillo, Alaphilippe, asfixiado por el calor, huye de la meta casi antes de que terminen de llegar todos sus compañeros de gira. Algunos, como Nairo, llegan en un grupo cortado por una caída; otros se han dejado ir convencidos de que lo hacen para no gastar fuerzas que necesitarán en los Alpes, cuando en realidad marchan despacio porque no pueden más. Buscan groguis las sombras de los plátanos en las carreteras que huelen a Provenza húmeda, sin lavanda, y suenan a chicharras infatigables, y las hojas ni se mueven para regalarles brisa. Fuglsang se acerca tanto a un plato en un bulevar sombreado de Uzès que sufre una caída. Le quitan el casco y parece tan alelado como parecía el ciclista argelino de la leyenda del Tour de los años 50, a quien los lugareños le dieron un rosado muy fresco para hidratarle y medio cogorza reemprendió la marcha en sentido contrario. Todos se rieron mucho viéndole hacer eses en bici, pero el pobre Fuglsang, que ya perdió sus aspiraciones de victoria cuando se cayó en Bruselas, despierta conmiseración. Se ha roto la mano izquierda. Abandona cuando iba noveno. Deja huérfanos y libres a los españoles del Astana, ciclistas de carácter guerrero y atacante. También volvió a caerse Thomas, pero sin consecuencias: no perdió las gafas, el elemento delator de la gravedad de sus repetidas caídas.

En Gap, al pie de los Alpes, donde llegan el miércoles los chicos del Tour, anuncian tormentas. Todos sonríen.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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