Preguntar a un alemán
¿Cuántos goles encajados establecen la diferencia entre competitividad y resistencia?
Cómo negar que a los españoles nos sigue fascinando todo aquello que provenga de Alemania, vestigio de un tiempo donde la búsqueda de fiabilidad se convirtió en una de nuestras principales preocupaciones. Sus coches eran el oscuro objeto de deseo de las clases populares, cuánto más si no se disponía de una plaza de garaje en propiedad y te veías obligado a aparcar frente a la puerta de casa. Sus electrodomésticos, también garantes de cierto prestigio social, ocupaban un lugar preferente en nuestros hogares, siendo el caso más paradigmático el de la entonces nueva lavadora que se compró una tía mía y colocó en el salón, junto a los muebles de cerezo y con fotografías familiares encima.
Nuestro fútbol tampoco fue ajeno al poder de seducción germánico. En los años setenta, el Real Madrid se lanzaba a por Günter Netzer, Paul Breitner y Uli Stielike en busca de esa competitividad que le ayudase a recuperar su antigua influencia en Europa. En los ochenta, el Barça se entregó a la magia de Bernd Schuster —el menos alemán de todos los alemanes— y a punto estuvo de conseguir aquella primera Copa de Europa que espantase viejos fantasmas. Luego cogería el puente aéreo, camino de Madrid, donde vistió el blanco y las rayas colchoneras en dos aventuras que agrandaron su leyenda y también la de Gaby, su implacable agente y, por entonces, primera esposa. “Me convierto en una leona cuando se comete una injusticia contra mi marido”, declaró la propia Gaby en el año 1981, señalada como el epicentro de una polémica que terminaría con Schuster alejado de la selección. “Si quiere volver, debe darse cuenta de que esto no es un circo”, le advertía públicamente Karl-Heinz Rummenigge, recién coronado por segunda vez como el mejor futbolista de Europa. El embrujo alemán era tal que incluso semejante terremoto fue interpretado por la prensa española de entonces como una muestra de la seriedad y fiabilidad que cualquier párvulo era capaz de asociar a la moderna RFA.
No es casualidad, por tanto, que ambos conceptos fuesen dos de los más repetidos estos días para tratar de explicar las victorias del Bayern Múnich y Bayer Leverkusen sobre Barça y Atleti: la palma, sin embargo, se lo llevó la también archifamosa competitividad.
A veces pienso que competitividad es una palabra inventada por el madridismo para explicar lo inexplicable, véase como ejemplo la conquista de la pasada Liga de Campeones. El fútbol, como cualquier otro juego, tiene una parte de azar que nadie es capaz de controlar y a esto, en términos periodísticos o de análisis, se le suele llamar, con demasiada alegría, competitividad: esa es, al menos, mi nada modesta opinión. Uno comprende perfectamente que apelar a la buena o mala fortuna no llena minutos de televisión, ni mucho menos los corazones de algunos aficionados, pero lo cierto es que la suerte casi siempre está presente en los grandes triunfos deportivos de cualquier especialidad, ya sea en mayor o menor medida. La competitividad, que también suma una generosa porción de influencia en el resultado, se le presupone a cualquier grupo o equipo capaz de alcanzar las rondas finales en una gran competición de naturaleza profesional.
Concluyó mi admirado Álvaro Benito en el postpartido de Movistar+ que el Barça de Xavi debe aprender a competir, cuando por su propia explicación creí entender que debe aprender a resistir: no es lo mismo, aunque a veces lo parezca. El Barça compitió de manera más que decente en el Allianz, pero se vio incapaz de resistir los dos golpes que le propinó el Bayern. Por el contrario, el Real Madrid de la pasada temporada no compitió durante más de partido y medio contra el Paris Saint-Germain, pero fue capaz de resistir y mantenerse en pie. ¿Cuántos goles encajados establecen la diferencia entre competitividad y resistencia? Para no alterar según que ecosistemas, yo recomiendo preguntar, siempre, a un alemán.
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