A Aspas lo escribió Elvira Lindo
Los que compartían categorías inferiores con él en el Celta de Vigo cuentan que ningún otro niño vivía el fútbol así, que solo Iago podía enumerar de memoria hasta a los porteros titulares de la Liga de Uzbekistán
Hay equipos de fútbol que solo pueden aspirar a jugadores excepcionales pariéndolos. Hablo de esos jugadores que dejan mucho más que goles y se ponen a construir identidades, como si con lo primero no fuese suficiente.
Hay algo fascinante en ver cómo las leyendas del fútbol luchan contra su propia mortalidad en el deporte. Es como observar un eclipse desvaneciéndose, una puesta de sol retirándose en el horizonte. Con Iago Aspas —todavía— no ocurre esto porque el tipo parece haberle robado el propósito a Juan Ponce de León y haber descubierto el secreto de la eterna juventud, posiblemente colgando de alguna batea. Su longevidad como futbolista (37 años y dos meses) está creando un histórico coleccionable de récords. Hace un par de semanas cumplió 500 partidos con el Celta (lleva 15 temporadas marcando), y con los goles que ha logrado este curso ya ha entrado en el top 20 histórico de goleadores de la Liga, adelantando a Aduriz o Puskas.
Su físico desgrasado luce igual que cuando debutó con el Celta. Sigue corriendo del mismo modo: con el pecho inflado, frenético, ansioso. Parece un animal salvaje recién liberado de su jaula, el Conejo Blanco de Alicia en el País de las Maravillas con un reloj asido a sus piernas rumiantes. Pero a él le persiguen los defensas rivales, mientras él persigue balones y árbitros, mortificados siempre por sus constantes protestas (esas que le han valido una expulsión este mismo fin de semana).
Hay un vídeo que lleva años circulando por Internet de una entrevista a Iago Aspas cuando era recogepelotas del Celta. Era un crío, pero ya tenía esa mirada saltona y hambrienta. En el vídeo dice que su sueño es “xogar, xogar no Celta dos maiores” (”jugar, jugar en el Celta de los mayores”). Así que Iago se plantó en las pruebas de la cantera con ocho años, cuando solo admitían a niños de nueve, y esa pequeña treta resultó ser la operación más lucrativa de la historia del Celta.
Los que compartían categorías inferiores con él aquellos años cuentan que ningún otro niño vivía el fútbol así, que solo él podía enumerar de memoria hasta a los porteros titulares de la Liga de Uzbekistán. A Aspas lo podría haber escrito Elvira Lindo. Y en su guion se le otorgó un pueblo pesquero desde el que se veía Vigo al otro lado de la ría, una familia mariscadora y una manera de relacionarse con el fútbol encarnando la esencia del juego sencillo. Porque fue en la calle, y no en un campo, donde aprendió que los bordillos devuelven balones mejor que algunos jugadores profesionales.
La fotografía más mítica de su hemeroteca lo muestra a hombros de Dani Abalo, con los brazos abiertos, mirando extasiado hacia la grada de Marcador entre una marabunta de fotógrafos. Sucedió el 7 de junio del año 2009. Aspas consiguió evitar ese día el descenso de un Celta ahogado por las deudas a Segunda B con dos goles ante el Alavés, rival directo hacia el pozo. Era su primer partido en Balaídos y fue su primera salvación verificada por el Vaticano. Porque Aspas ha salvado tantas veces al Celta que se podría considerar una ONG en sí misma. Los aficionados deberíamos poder marcar su casilla en la declaración de la renta.
Esta columna es algo así como una carta remitida por la nostalgia porque hace unos días Iago Aspas escribió en su Instagram que le queda poco. ¿Cómo que le queda poco? ¿Pero cómo se atreve a insinuar tal cosa? A los celtistas se nos encogió en ese momento el pecho, con la conmoción insoportable que sientes al saber que una parte irrazonable de tu alma puede irse en cualquier momento. Aunque en el caso de Aspas sabemos que no se iría muy lejos.
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