Por todos los muertos
Los años 90 en el fútbol fueron la edad de oro de los ultras, que transformaron el miedo que infundían y los asesinatos en un negocio lucrativo que perdura hoy y que algunos clubes no tienen valor para erradicar
La primera vez fue en 1991 y le tocó a un francés. Se llamaba Frédéric Rouquier y un grupo de skins de Boixos Nois, los ultras del Barcelona, le apuñalaron cuando salía de un Espanyol-Sporting en el viejo Sarrià. Le escogieron al azar, para vengar el acuchillamiento de un Boixo al que llamaban Draculín, que contó tranquilamente la hazaña de sus colegas desde el hospital. Ese mismo año también murió Eufrasio Alcázar, al que cuatro ultras del Real Madrid acorralaron en la boca del metro del Santiago Bernabéu y le hundieron un cuchillo de 15 centímetros al grito de “puto indio”. Da igual los colores. A Aitor Zabaleta, hincha de 28 años de la Real Sociedad, lo asesinó Ricardo Guerra, un miembro del Bastión, grupúsculo ultra del Frente Atlético, que está hoy en la calle y sigue perteneciendo a los radicales. Los mismos que participaron en el asesinato del seguidor del Deportivo de La Coruña Francisco Romero Taboada, alias Jimmy, al que tiraron al Manzanares después de darle una paliza y que este fin de semana, como contaba Patricia Ortega Dolz en este periódico, aparecían en las fotos de la llamada grada de animación.
La lista de víctimas mortales es algo más larga, sin contar las palizas, las amenazas y el terror sembrado en las gradas de los estadios y de las calles, especialmente durante los violentos años noventa. En esa época, en algunos barrios, y no siempre los más deprimidos, porque también había pijos de casa buena destrozando bares, daba miedo pisar la calle con según qué camiseta o aspecto. Evitabas algunos parques, determinados locales, los alrededores de un estadio. El día que jugaba tu equipo salías sin la bufanda o la camiseta, no fuera que te cayese una paliza como a algún amigo incauto.
El fútbol, aunque ellos cantasen y gritasen más fuerte que nadie, era lo de menos. Y con el tiempo ese pretexto se fue evaporando y emergió el único motivo de todo aquello: dinero. Grupos criminales dedicados a las palizas, a la seguridad en discotecas, a la reventa de entradas que les daban los clubes atemorizados, al tráfico de drogas, a la prostitución. En España. Pero también en el resto de Europa. En Francia los radicales del Lille, los del PSG o los del Olympique de Marsella rivalizan en la puesta en escena del terror. En Italia la fiscalía ha evidenciado ya que la ‘Ndrangheta ha tomado el control de las curvas de la Juve, el Inter y el Milan. Ultras teóricamente enfrentados, que se encuentran a menudo fuera del estadio para sumar fuerzas y repartirse amistosamente sus negocios, fundados en una única premisa: el miedo.
Y debe ser esa emoción, tan difícil de juzgar, lo que lleva también a unos jugadores a comportarse de una manera distinta. Unos negocian con los ultras, dialogan con ellos en el fondo de un estadio para que tengan a bien permitir jugar un partido que están viendo 500 millones de personas en sus casas. Otros, los de Athletic, afean a su afición radical el lanzamiento de bengalas en el estadio de la Roma y su entrenador muestra el bochorno en la rueda de prensa. Debe ser el miedo, o la valentía y la serenidad, lo que llevó también a Busquests-Ferrer, un árbitro sin apenas experiencia internacional, a parar un partido y a poner el foco en el problema real, y a otros, como el que pitó el Real Sociedad-Anderlecht, a seguir como si no pasase nada cuando los jugadores le estaban invitando a que detuviese el juego. Y debe ser también ese terror, lo que empujó a algunos clubes a echar de sus gradas a los delincuentes, y que otros continúen negociando con ellos o excusándoles con algún tipo de “sí, pero es que…”. Tiene que ser el miedo. De lo contrario, por todos los muertos, no hay quien lo entienda.
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