El fútbol no servirá para nada, pero es nuestro
Es raro, excesivo, lo que ocurre con la pelota en Argentina y esta parte del mundo
Intento decirlo con elegancia, o al menos sin apología de la saña, pero hubo un momento del domingo en el que odié el fútbol y, estoy seguro, muchos de los millones que este martes salimos a las calles para recibir a los campeones estuvimos unidos por ese rencor. No fue la primera vez ni será la última en que me pregunté por qué no elegía el polo, el cricket, el crocket o cualquier otro deporte más aséptico, uno que no haga sufrir.
Con tantos quiebres de guión en los partidos de la selección argentina, ya en los últimos días de Qatar 2022 había llegado a pensar “Mundial, devolveme la vida”, pero la final contra Francia amenazó con ser demasiado cruel, incluso dentro del repertorio inacabable del fútbol. Suelo recordar una respuesta del humorista Sebastián Wainraich a un entrevistador que le había cuestionado su amor por este deporte, en especial durante los Mundiales -”si no sirve para nada”, le dijo-, y lo terminó desarticulando con una exaltación de la ilógica: “¿Sabés por qué me gusta ser hincha de fútbol? Porque no sirve para nada. Y hoy todo tiene que servir para algo”.
Muchos amigos y amigas, habitualmente indiferentes y que se sumaron a la Scaloneta con una liberación bíblica de endorfinas adolescentes, en este Mundial entendieron que el fútbol también duele. Cuando Kylian Mbaappé marcó el 2-2 después de un trámite que parecía resuelto, me desvanecí. No perdí la consciencia pero me dejé vencer y, como un elefante que se aleja de la manada para morir, me distancié 30 metros del grupo de amigos con el que estaba viendo la final en la zona de parrillas de un edificio de Buenos Aires y me acosté, totalmente horizontal, sobre el césped.
Allá a lo lejos había otro televisor, y cada tanto levantaba la cabeza y pispeaba, y les hacía comentarios a tipos que nunca había visto en mi vida. Otros momentos los tengo en blanco. Estefi, mi mujer, me dijo que me quedé dormido. Tampoco lo recuerdo. Este lunes le pregunté a Daniela, una amiga, dónde había visto el partido, si había estado con nosotros: “Sí”, me dijo. También quiero al fútbol porque es un gran amnésico.
Escuché el tercer gol de Argentina, el segundo de Lionel Messi, por los gritos de la gente: levanté la vista, ví que el árbitro asistente marcaba posición adelantada pero que el árbitro principal marcaba el centro del campo de juego y, poniéndome de pie, salí corriendo hacia mi hijo, Félix, para tirármele encima, mientras él se reía y me decía “no me aplastes”, y yo empezaba a llorar y quería hacerle entender –en vano– que a sus 6 años era testigo de una explosión de alegría popular que ocurre muy cada tanto, tal vez nunca. No sé cómo recordará ese momento de debilidad mía cuando él sea grande, pero ojalá que lo repita con sus hijos. Pero entonces llegó el nuevo empate, y otra vez me desplomé, y los penales, y el Dibu, y el no look de Montiel, y a la calle, y el regreso a mi amor por el fútbol.
No me hago el distraído, pero tampoco renuncio a nuestro delirio permitido: es raro, excesivo, lo que ocurre con el fútbol en este país y esta parte del mundo. El viento sopla en contra en tantas cosas, y sin embargo acá nacieron Diego Maradona y Messi, y hasta muchos prescinden de Alfredo Di Stéfano.
En los últimos días, desde otra lógica, muchos amigos extranjeros me hicieron preguntas que acá no suelen hacerse, como ¿por qué el presidente, Alberto Fernández, no fue a la final del Mundial? Intenté decir que tenía mucho más para perder que para ganar en un país con casi 100% de inflación (y que, si Argentina llegaba a perder, encima lo tildarían de portador de mala suerte). ¿Por qué el mismo Alberto dio feriado si la economía es su principal déficit?, me repreguntaron. Y también ¿por qué las clases de los chicos y las chicas se suspenden cuando juega Argentina en los Mundiales? No todo tiene respuesta ni tampoco todo merece ser preguntado: el fútbol nos une, es nuestro triunfo más o menos garantizado, nuestra revancha, la Argentina ganadora, y encima a la muerte de Maradona le siguió la canonización de Messi.
Los millones que hoy salieron de sus casas como bandadas de aves migrantes y enamoradas para encontrarse con Messi y la Copa del Mundo, aunque sea un segundo y a decenas de metros de distancia –y en el 99% de los casos sabiendo que no lo iban a lograr en una ciudad colapsada–, también suponen el regreso a la calle del fútbol, un deporte cada vez más exclusivo para las minorías, alejado del delirio recuperado en estas horas por las multitudes de a pie. Acorde a Peperina, una canción de Charly García, ícono musical argentino, odiamos el fútbol, lo amamos, queremos más. No servirá para nada, pero es nuestro todo.
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