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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sobre las dificultades para pasar a la Historia

TRAS su desaparición física, la sombra de los políticos verdaderamente grandes se agiganta con el tiempo: así Adenauer o el general De Gaulle, por poner de ejemplo a dos grandes cabezas del conservatismo europeo. La Historia, sin embargo, acaba siempre por triunfar sobre la propaganda en casos inversos; ahí tenemos las figuras de Trujillo o de Perón, en putrefacción crítica a los pocos meses de su muerte. Son, bien se ve, cuatro casos extremos, que prueban la existencia de una cierta justicia inmanente que determina al final, después de las parafernalias mortuorias, la dimensión auténtica de todo hombre excepcional.Asistirnos ahora, en España, a la primera revisión crítica de un hombre y una obra política singulares. Antes de cumplirse un año de la muerte de Franco, con buena parte del franquismo legal vigente en los textos y con su enorme aparato de intereses prácticamente intacto, comienzan a aparecer los primeros testimonios sobre los que construir la verdadera historia de estos cuarenta años. Tres documentos recientemente aparecidos se nos antojan de primer interés: el minucioso memorial del general Franco Salgado, el diario de don José María Gil-Robles, escrito en el destierro de Estoril, y el breve pero importante documento publicado en El Alcázar (6-X-76, pág. 2) que revela -suponemos que con su autenticidad previamente comprobada- el pensamiento último del almirante Carrero Blanco.

El texto del general Franco Salgado aparece rodeado de circunstancias más que discutibles. Que un colaborador íntimo de un Jefe de Estado utilice la confianza recibida para anotar cada movimiento comprometedor de su señor, es procedimiento cuando menos dudoso. Que su familia se lucre con el pingüe negocio editorial, es todavía peor. Pero estas inelegancias no privan al texto de su valor excepcional: su autor es no sólo un general del Ejército que también se llama Francisco Franco. Es sobre todo un primo hermano del Generalísimo, quien ha vivido, con pocas interrupciones, los cuarenta años del franquismo junto a su creador. Sus confesiones tienen, por ello, un valor documental de primer orden.

En las memorias del secretario militar como en las del líder democristiano hay un caudal de datos, de informaciones y de claves reveladas, que serán en adelante indispensables para trazar el verdadero historial de estas cuatro décadas.

Muchos pequeños y medianos protagonistas comienzan ahora a revolverse inquietos en sus asientos. La muerte, que libera a biógrafos y biografiados, no ha resuelto el problema personal de muchas gentes, que nunca habrán de enfrentarse con el juicio de la Historia, pero sí con el de su prójimo inmediato, y en algún caso con quienes investiguen y enjuicien los excesos del poder.

El hecho de que salgan a la luz, en forma de documentos más o menos irrefutables, los abusos, las mezquindades, los latrocinios y las adulaciones, parece que es un buen ejercicio de catarsis, propio de sociedades adultas. Del mismo modo que es bueno que los adversarios expliquen -y Gil-Robles lo hace ejemplarmente- cuáles fueron las claves de la permanencia franquista: la tenacidad, la sagacidad con que el vencedor de 1939 desmontó pacientemente a todos y cada uno de sus adversarios.

A los once meses de su muerte, la obra de Franco comienza a ser pasada por el implacable tamiz de los testigos, los documentalistas y los historiadores. Hay que desear que la historia completa llegue a manos de los españoles, pues forma parte de su patrimonio. Hay que desear también que el contraste de defensores y detractores pueda generar una versión de estos años definitiva y veraz. Lo que está claro es que nadie va a costear ya panegiristas o críticas a tanto el folio. Stalin salió maltrecho de la prueba; Perón, literalmente hecho cenizas. El proceso de Mao empieza ahora, al mes de su muerte. La Historia, en ningún caso, deja de emitir su veredicto. Ojalá se haga en España sin revanchismo, sin pasión ecomiástica, con verdadero rigor.

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