Dificultad de los partidos
Dada la complejidad e inestabilidad de los elementos que la componen, la situación política española invita de momento, a apreciaciones y reflexiones cuya validez puede quedar desmentida en el momento inmediato; el día de mañana desautorizará quizá lo que un observador de buena fe haya advertido acaso para el de hoy. Sin embargo, y con tal salvedad, ¿por qué no aventurar aquellos juicios que la realidad presente le sugiere a uno?.
Esta realidad ofrece el espectáculo de una germinación de partidos suscitada y estimulada por la expectativa de próximas elecciones generales sobre la base del sufragio universal. Ante semejante perspectiva, las personas interesadas en participar de modo activo en los negocios públicos se esfuerzan muy legítimamente por constituir e integrar las agrupaciones partidarias, que son instrumento indispensable para acercarse al ejercicio del poder público dentro de un sistema democrático. Ahora bien, el vacío y -por así decirlo- el desentreno ocasionado por cuarenta años de dictadura, combinado con la universal pérdida de fe en las ideologías, perceptible aquí como en todas partes, hace particularmente difícil la improvisación de esas organizaciones, de los partidos que deberán ofrecer al público cuya adhesión solicitan un cuadro de dirigentes y una línea programática; en suma, una fisonomía política distintiva.
Para este efecto parece indudable que la reconstitución de viejos partidos presenta ciertas ventajas: una que otra figura respetable cuya supervivencia es capaz de establecer vínculos con un pasado honroso; la referencia a una ideología pretérita que, por muy descolorida y marchita que esté ya, presta, no obstante, un estimable apoyo intelectual (y con esto aludo de manera específica a los partidos titulados marxistas, cualquiera sea el contenido que su rótulo cobra a la hora actual); y, en fin, una alineación con partidos análogos en otros países europeos donde fueron restablecidos a partir de 1945 y vienen sustentando allí desde entonces las alternativas electorales.
Proliferación de siglas
Pero, a falta de una coherencia ideológica convincente, aun los conatos que entre nosotros tratan de aprovechar esas ventajas surgen en una desalentadora proliferación, según puede notarse en la multitud de siglas que pueblan y confunden las columnas de la prensa diaria para designar a los partidos que se proclaman socialistas, comunistas o social-cristianos. Frente a la opinión pública casi lo único que hasta ahora distingue a unos de otros es la personalidad más o menos conocida de los hombres que aparecen al frente de cada grupo, y aun esto, hasta ahora, es poca cosa, pues sólo desde fecha reciente, en medida mínima Y muy mediatizados, han podido acusar su fisonomía pública quienes no se movían dentro de los cuadros oficiales del regimen, mientras que a los implicados con éste, si han tenido por ello acceso a los medios de publicidad que propagan la faz y el nombre de los políticos, esta ventaja misma puede tal vez resultarles ahora embarazosa. Es claro que las posibilidades de alcanzar notoriedad en un ambiente despejado como el que comienza a existir en España varían mucho de acuerdo con la previa actuación de cada cual. Basta comparar, por ejemplo, los antecedentes de dos líderes muy destacados de la oposición: Ruiz-Giménez, que fue ministro de Franco, y Tierno Galván, que sufrió la persecución de Franco: y esto, para no hablar de aquellos otros que, como Fraga Iribarne, procuraron desde dentro de su gobierno aliviar la presión de la dictadura, pero mantienen una actitud de solidaridad con el pasado del régimen que es, como quiera, su propio pasado. Ahí tenemos tres personalidades políticas de primer plano -y podrían sumársele otras cuyo historial es muy distinto, pero cuyas miras hacia el futuro no presentan en verdad demasiado marcadas diferencias a los ojos del público general en el que me incluyo. Otras figuras más jóvenes que empiezan a moverse en el escenario político tras la muerte de Franco presentan una imagen aún borrosa y deberán fijarla antes por sus aspiraciones que por sus hechos pretéritos, que como es el caso del presidente del Gobierno actual, señor Suárez, han consistido en una carrera de tonalidad burocrática algo apagada, comparable -pienso- a la de tantas personas de su edad cuya individual trayectoria está integrada en el desarrollo económico-social del país, y se pudo cumplir a condición de plegarse a las obligadas genuflexiones. Como ocurre con todas las circunstancias personales, el historial de cada uno es único, y en su unicidad ha de ser entendido, interpretado y juzgado.
Definiciones necesarias
No es tal mi propósito en esta ocasión. Lo que me propongo subrayar aquí es la dificultad tremenda de alcanzar aquellas definiciones que son necesarias para que el abanico de alternativas, ofrecido en su día al cuerpo electoral, responda a una cierta racionalidad y la elección no quede reducida al juego del capricho, de la casualidad o de las simpatías y antipatías superficiales suscitadas por la estampa física de tal o cual candidato. Hay una cantidad abrumadora de cuestiones acerca de las cuales deben pronunciarse quienes aspiren a asumir la autoridad pública conferida por el voto popular, empezando por la de forma de gobierno (¿monarquía o república?) y la estructura interna del Estado (¿de qué manera se organizará la distribución de facultades, cómo han de repartirse las competencias en su seno?), en suma, todos los problemas que plantea un proceso constituyente como, quiérase o no, es el que ahora se encuentra abierto y en curso.
En la época de las ideologías, cuando todavía se hallaban en vigor y tenían arraigo en la conciencia de la gente sistemas articulados de convicciones firmes acerca de un orden político-social justo y deseable, la diversificación de Posiciones y la agrupación en partidos de carácter definido se hubiera operado casi automáticamente, no hay duda. Quienes vivieron los años en que se proclamó la segunda república en España han de recordar bien cómo, pese a todos los acomodos y cálculo de privadas conveniencias que entran siempre en el juego político, las grandes líneas teóricas representadas por sendos partidos atraían hacia ellos a sus propios simpatizantes. permitiendo así la confrontación de opiniones en un amplio campo de tensiones dotadas de sentido. Tal como yo lo veo, el momento actual presenta un panorama muy diferente, en el que ni siquiera los redivivos partidos tradicionales parecen mantener la suficiente fuerza de convicción ideológica que les permita proponer a los futuros electores un programa de acción claro y coherente. Esto -ya lo dije- no me parece lamentable en sí mismo, pero, de cualquier modo, es un dato con el que debe contarse. Las organizaciones partidarias que se disputen el ejercicio del poder tendrán que hacerlo, no a base de ideas generales, sino de unas fórmulas concretas inmediatamente referidas a la concreta situación, al mismo tiempo que se esfuerzan por suscitar la confianza del pueblo en los hombres que prometen darles aplicación práctica.
Una monarquía sin monárquicos
Empecemos por considerar el primero de los temas antes apuntados: la forma de gobierno. Será inexcusable que, frente al cuerpo electoral, cada grupo y cada líder exprese de manera inequívoca su posición al respecto. De hecho, nos encontramos con que existe en España una monarquía, establecida por providencia del difunto dictador, y de este hecho debemos partir. Por otro lado, cabe afirmar, sin temor a impugnación seria, que en España no hay monárquicos, es decir, que no existe una ideología monárquica como las que, residualmente, estaban todavía antes de 1936 incorporadas en Acción Española o en el partido carlista. Alfonso XIII había abandonado el país de la más general indiferencia, y a la fecha de hoy, tras casi medio siglo, dudo que pueda hallarse aquí un núcleo apreciable de monarquismo apoyado en principios y convicciones doctrinales: la ideología monárquica se ha desvanecido, como las demás, Pues, de otra parte, tampoco me parece que, como alternativa, la forma republicana de gobierno despierte en nadie demasiados entusiasmos: frente a ambas instituciones, república y monarquía, en cuanto tales instituciones, es más bien indiferencia lo que se registra. Pero -repito- el hecho es que estamos viviendo ya dentro de una monarquía. Por muy dudosa que la legitimidad de sus orígenes resulte, cuenta a su favor el estar ya ahí en pleno funciona miento, y la legitimidad conferida por la mera posesión, más efectiva en tiempos de tan común escepticismo acerca de los principios, adquiere todavía aún mayor fuerza cuanto que el monarca se muestra resuelta y explícitamente dispuesto a buscar su confirmación en vías democráticas. Pertenecen al folklore político reciente algunas expresiones, con frecuencia bajo forma chistosa, sobre las escasas perspectivas de vida concedidas al nuevo reinado. Y, sin embargo, desde que éste se ha hecho efectivo y el joven Rey ha empezado a actuar con tan notable dignidad Y discreción, la suma de buenas voluntades alrededor suyo crece por días -excelente muestra de la actitud general que prevalece en el país en pro de las soluciones pragmáticas-. De cualquier manera, los partidos y sus dirigentes deberán exponer con precisión ante el cuerpo electoral su posición frente a la forma de gobierno que preconizan para España. importancia magna sobre el que deberán pronunciarse claramente es el de la organización interna del Estado, es decir, el de la distribución de poderes y facultades en su seno. Entiéndase bien que «claramente» no quiere significar que haya de hacerse de un modo simplista o mediante una fórmula de esas que pueden reducirse a las pocas palabras de un lema. La cuestión se presenta como compleja en grado sumo, y demasiado oscurecida en estos momentos por resentimientos y pasiones muy comprensibles, así como por formulaciones intelectuales de patética inadecuación a la realidad del mundo actual.
Respecto de las emociones que durante décadas de brutal represión han ido acumulándose hasta alcanzar una tensión explosiva, será suficiente con reconocer su existencia y razón de ser. No en vano puede cohibirse la expresión espontánea de sectores extensos de la población que se distinguen por estar dotados de una fisonomía cultural propia, prohibiéndoles hasta el uso de su propia lengua. A los efectos dolorosos de la opresión política sufrida por todo el país tenía que sumarse en aquellas zonas cuya tradición cultural es diferente de la castellana una sensación de repulsa Y extrañamiento cuyos frutos, explicables si no justificables, han sido y siguen siendo las consabidas reacciones de una violencia igualmente irracional a cargo de exaltados y «desesperados».
En cuanto a las fórmulas racionales que más se barajan como solución al problema: nacionalismo asimilacionista o separatista de una parte, y federalismo de la otra, son también de una desesperada ineptitud. Procuremos examinarlas con alguna atención dentro de la forzosa brevedad y superficialidad del repaso panorámico que me propongo aquí.
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