La máscara del actor
Los romanos llamaban persona precisamente a la máscara del actor de teatro, a esa carátula llorosa o riente que ahuecaba la voz de los cómicos para que pudiera oírse desde las últimas gradas, allí donde ya entonces se sentaban también los de Alianza Popular. Por una trasposición del rito histriónico al drama jurídico en adelante se llamó persona al actor de un derecho. La diputada por los Socialistas de Cataluña Marta Mata se ha ido más allá de los romanos. Montada en el carro de los titiriteros de Els Joglars, se ha ido hasta los griegos para recordar al Gobierno que los sagrados derechos de la persona (por ejemplo, los de libertad de expresión) nacieron y se formularon hace ya 2.500 años en aquellos parajes de cultura mediterránea entre los bastidores de una escena solar llena de actores de lengua larga y de dioses liberales, sin censura ni ministerio del ramo. La oración de su señoría Marta Mata ha sido bella y antigua. Con Antígona, Aristófanes y el lamento del coro contra la pared encalada ha preparado un tablado verbal para que los tragediantes de nuestra reforma política se enfrentaran con el destino de sus antihéroes Puig Antich y Heinz Chetz, ejecutados por la apertura franquista y con la compañía teatral Els Joglars, condenada ahora en el juicio de guerra de un tribunal militar por haber hecho una mímica de ruptura. No hay que darle más vueltas. El caso de Els Joglars, que también salió a relucir anteayer en la sesión del Senado y que pudo ser silenciado a última hora por los parlamentarios españoles en el Consejo de Europa, se ha convertido en la prueba de la rana en este embarazo democrático. Es un test de la fortaleza política frente a los residuos de la dictadura.La cosa es que la diputada socialista hablaba como un corifeo de tragedia tratando de purgar con sus lamentos las pasiones del coro. Pero resulta que casi no había coro. En la mañana de ayer, el hemiciclo se veía prácticamente vacío. Bajo una luz somnolienta de abril, que iluminaba el desierto de cuero rojo, era un poco patético oír a la oradora que interpelaba al ministro de Defensa que no estaba, al del Interior, que tampoco estaba; al de Justicia y al de Asuntos Exteriores, que tampoco estaban en el banco azul. Aquello sonaba un poco a broma, a máscara hueca de los actores clásicos, del viejo repertorio. Sólo al final, como antagonista del ditirambo, Pío Cabanillas se levantó de la orquesta y subió a escena para explicar, con un cansancio muy suyo, medio erudito, medio político, la actuación de su ministerio, para descifrar el oráculo del pacto de la Moncloa y recordar la próxima reforma del Código de Justicia Militar. Pero el caso de Els Joglars sigue ahí, como una piedra de toque. Y se va a convertir en un estribillo parlamentario.
El temario de la sesión no daba para más. Aunque enredados ya en la estética griega, las interpelaciones de los diputados adquirieron una tonalidad de tragedia solar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.