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Reportaje:Argentinos, uruguayos y chilenos, en ilegalidad forzosa/ y 2

"...¿Y si, nos echan «pa» Chile, y si nos mandan a Buenos...?"

Rosa Montero

En los locales de Justicia y Paz de Madrid -una habitación raída, con pizarrones, una especie de aula escolar deteriorada- hay uruguayos, argentinos, chilenos, guineanos: todos aquellos que por las nuevas normas para extranjeros pueden ser expulsados de España. Todos con miedo, todos nerviosos. Todos con una difícil historia personal a la espalda, con un presente confuso, con un futuro imposible.Como Ana, esa compañera uruguaya. Treinta años. Era estudiante de Bellas Artes en Montevideo. No pertenecía a ningún grupo político. Su hermano sí, su hermano menor: era tupamaro y hacía muchos meses que había pasado a la clandestinidad, que había perdido contacto con su hermana. Un día Ana fue detenida, como tantos otros. Estuvo tres semanas presa. La preguntaban por su hermano. La obligaban a permanecer 48 horas de pie, desnuda, con los ojos tapados, sin comer, sin moverse. Las caídas suponían palos. Le dieron palizas, le aplicaron corriente. Le hacían escuchar -los ojos siempre vendados- gritos agónicos de mujer diciéndole que era su madre: la tenemos aquí, la estamos metiendo..., la estamos cortando..., la estamos haciendo...

Luego la soltaron. Intentó salir del país en un avión turístico aparentando normalidad. Lo consiguió. Después vino a España desde Brasil, en barco. Aquí se enteró que su hermano era dado por muerto. Aquí ha malvivido -vendiendo collares por las calles, trabajando esporádicamente en baratas barras americanas, único empleo en el que no le pedían papeles. Su pasaporte ha caducado y el Gobierno uruguayo no renueva ningún papel en el extranjero. Ana ahora se ve obligada a la clandestinidad, a esa clandestinidad que no quiso mantener ni en su propia tierra.

La represión de Videla

O como Alberto Costa, argentino, 36 años. Casado, con dos hijos de cinco y siete años, y un tercero de quince, de un matrimonio anterior. No militaba en ningún grupo político: era secretario general de la agrupación gremial de escritores. Dirigía la revista literaria Barrilete, su lucha era cultural: conseguir un arte popular que tuviera utilidad social. Era una figura conocida en la lucha contra una cultura fascista: ya se sabe, comunicados, conferencias, actos públicos. A fines del 75 recibió amenazas firmadas por la Triple A: «Se ha acabado tu hora», todo eso. Bueno, no hizo caso. Se marchó de su casa diez días, por precaución, después volvió de nuevo. El 24 de abril del 76 fue el golpe de Videla. Mucho menos aparatoso que el de Chile, claro: tan sutil. En abril salió de vacaciones, casualmente, y en esos días detienen a todos los compañeros de la agrupación gremial de escritores. A los escritores Haroldo Conti, a Oscar Barrios y su mujer, la poetisa Rosina Alvarez, a tantos otros.

Nadie ha vuelto a ver a Oscar, a Haroldo, a Rosina: han desaparecido y seguramente han muerto. Alberto Costa no se entera de nada en sus cortas vacaciones de Semana Santa y al volver a su casa es sorprendido por nueve personas de civil. Le atan a una silla, le interrogan. Dicen a su mujer que prepare café, que acueste a los niños y después también la atan. Luego les vendan, les sacan de la casa. Les conducen a un piso, debe ser una comisaría. Aún con los ojos tapados simulan dispararles un tiro en la sién: la pistola, fría, apoyada en la frente, la voz burlona de un hombre, «se acabó, viejo, te llegó la hora».

Alberto tiene la suerte de que su nombre es dado por alguien a la comisión de escritores (Borges, Sábato) que esos días se entrevista con Videla preguntando por intelectuales desaparecidos. Su nombre está en la lista, él es un desaparecido más, pero al hacerse público salva su vida.

Les envían a la cárcel, a él y a su mujer, en prisiones separadas. Ella está once meses presa, él dieciséis. Son meses de palizas, de trato inhumano. A veces, los presos son sacados de las celdas y al día siguiente se sabe que han muerto: es un año y medio de agonía pensando cuándo te va a tocar a tí.

Al fin le ponen en libertad. Durante tres meses tramita el pasaporte. Se lo conceden. Llega a España en septiembre del 77. Aquí se reúne por primera vez con su mujer. Están tan desequilibrados los dos, tan agotados, que no resisten la convivencia: a los cinco días se separan. Ahora Alberto está en casa de un amigo, no consigue trabajo, no tiene un solo duro. Su hijo mayor sigue en Argentina esperando que él. algún día, reúna dinero para mandarle un pasaje.

Olvidar la pesadilla

Escucha y sabe todas estas rotas trayectorias el chileno Agustín Flores y piensa con amargura que él creyó en España como refugio de vida. Cuando llegaron aquí, su mujer y él, en mayo del 75, tuvieron suerte. Pidió el permiso de residencia, el de trabajo. Al mes y pico encontró un empleo como contable. Al cabo de algún tiempo de ahorros pudieron mandar pasajes para las niñas. recuperar a sus hijas, tres años y medio después de haberlas dejado. Empezaron a reencontrar ese placer mínimo y tan intenso de comprar detallitos para la casa alquilada. De hacer amistades nuevas. De mandar a sus hijas al colegio. Empezaban a olvidar la inquietud. la inestabilidad, la pesadilla. Ahora, Agustín Flores tiene permiso de residencia hasta el año 80 y de trabajo hasta el 29 de marzo del 79.

Pero al parecer, con las nuevas normas, al caducar uno te caduca el otro, es automático.

Y piensa Agustín que qué va a ser ellos. Que si ese marzo próximo habrá que comenzar de nuevo, huir, dejarlo todo: ¿Hay que acreditar 50.000 pesetas, entonces? Todo se deshace, vuelve el miedo.

-Pero no nos puede hacer esto -exclama un compañero con irano es humano, no... no es justo... aunque sólo fuera porque tienen con nosotros una deuda, por todos los emigrantes españoles que fueron a Latinoamérica.

-Bueno, no hablemos de deudas -interviene un argentino: tiene miedo hasta para hablar, hasta para dejar salir su furia-. No es cosa de pasar ahora el recibo...

Pero es cierto: cientos de miles de españoles huyeron de una posguerra represiva y fueron acogidos abiertamente en América Latina. Tan sólo en Argentina fueron millón y pico de emigrantes. Y sin embago. Sin embargo ahora parece que el Gobierno español ha decidido echarles. El decreto ha comenzado a aplicarse de forma rigurosa y las fuerzas políticas del país no parecen dar al problema un apoyo suficiente. Algunos sí, Entesa dels Catalans, por ejemplo, habló con Martín Villa sobre el tema: era el 9 de octubre. Y el ministro vino a decir que las normas se aplicarían a rajatabla. Crisis. Habla de crisis el ministro para mantener su posición: esa es la excusa de mayor acogida popular.

Emigración cualificada

Pero la emigración latinoamericana es cualificada: son profesionales que podrían ser útiles, aprovechables. En la crisis de la que habla el ministro, en la inercia que ante este problema parece dominar entre los medios intelectuales, ¿no habrá miedo a perder los beneficios, miedo a una competencia bien preparada?

Los dentistas, por ejemplo. Para que un odontólo latinoamericano pueda trabajar en España necesita la validez académica, la profesional y la colegIación. Desde el año 76 el Ministerio de Educación niega la validez académica y la profesional. Presiones. Dicen, que hay presiones del Colegio de Dentistas.

La excusa del Ministerio es que los odontólogos latinoamericanos no son médicos, como aquí. Y sin embargo este pretexto es ilegal: contradice las normas del convenio de reciprocidad. Hay en España 3.500 colegiados: no todos ellos ejercen. claro está sólo son dentistas de hecho menos de 3.000. Pero aun así, aun tomando las cifras del Colegio, resulta que en España hay un odontólogo cada 10.000 habitantes: y sin embargo, según las normas, de la Organización Mundial de la Salud, debe haber un dentista cada 2.500. El hecho es que en España faltan cerca de 15.000 odontólogos: y sin embargo, se les niega la posibilidad de trabajo al centenar de profesionales latinoamericanos que hay aquí. No es una cuestión de crisis: ¿no será quizá una cuestión de mantener los privilegios?

También hay, dicen, un miedo subterráneo al activismo, a la condición política de los refugiados. A la desestabilización.

-¿Qué desestabilización puede provocar un grupo de refugiados políticos, convalecientes, cansados, deseosos de normalidad?

Mantener la esperanza

Hablan de la posible peligrosidad de unos hombres cuyo único activismo es mantener la esperanza. Y sacar comunicados. Y organizar ruedas de prensa. Y hacer personales y costosas huelgas de hambre, como la que llevaron a cabo los bolivianos para conseguir la amnistía, como la que mantuvieron los chilenos para sacar a sus presos de las cárceles.

En el texto. Martín Villa habla de crisis. En el subtexto, de desestabilización. Pero hay otras voces, como la de los parlamentarios de Entesa, que hablan de las presiones del Gobierno de Videla. De que estas medidas estarían dirigidas en realidad contra los argentinos, siendo el resto de refugiados un simple adorno y camuflaje. Que esto sería una concesión al Gobierno argentino a cambio de esos acuerdos tan favorables para España que se están tramitando con Videla: acuerdos pesqueros, acuerdos comerciales. Y qué decir de las 1.200 toneladas de material bélico que ha vendido España al Gobierno argentino, que han salido de Bilbao el día 24 de octubre a bordo del buque «Río Calchaquí». Y qué decir de esos otros dos barcos que al parecer transportarán otras 2.000 toneladas de explosivos y armas españolas a las manos de Videla. Y todo -el nuevo decreto, la venta de material bélico- ante la desdichada coincidencia del viaje del Rey a Argentina.

Presiones del Gobierno argentino

-Esto son presiones de Videla. ya veréis. Mientras tanto. Suárez habla en su congreso de la hermandad, cariño. colaboración y etcétera, con los pueblos hermanos. Con Ibroamérica, como él dice. Quizá la Iberoamérica del presidente no se refiera a la misma Latinoamérica, a ese Cono Sur sangrante y desga rrado.

-Nosotros no queremos ni quitar el pan a la boca de los españoles ni desestabilizar al Gobierno -dice el chileno Agustín en la reunión, la mano en su oído roto por las palizas del pasado, haciendo una pantalla que le permita recoger Ias palabras de los otros- Nosotros estamos hasta el gorro, como dicen aquí, de toques de queda, de suspensión de garantías, de que te vayan a buscar por la noche... Algunos somos militantes de partidos, otros no... Pero unos y otros somos humanos. Queremos poder vivir tranquilos con la familia. queremos poder matricular a nuestros hijos en el colegio con la certidumbre de que van a poder ser educados. Queremos vivir tranquilos, no es pedir tanto...

Los argentinos, los uruguayos, los compañeros presentes asienten, inclinan la cabeza. Es tan duro. El nuevo decreto ha caído como un rayo: siembra esa agonía cotidiana de la inestabilidad, de enfrentar de nuevo el aterrador pasado. En las comidas familiares el ambiente se envenena. Sólo hay una conversación, un único y pavoroso tema: dónde nos vamos a ir ahora, y si nos echan «pa» Chile, y si nos mandan a Buenos Aires...

Qué sé yo. Piensa Agustín, el chileno, que han tenido que volver a resucitar los viejos métodos de defensa. Que no frecuentan sitios conflictivos: ni el Rastro, ni locales nocturnos, ni el Drugstore, ni los VIPS... Que no salen de noche. Que procuran escurrirse por las esquinas, escurrir su miedo, esa necesidad física de convertirse en un camaleón, confundirse con el muro y que los demás te olviden, que te dejen vivir. Que todos los días, mañana y noche, han restablecido el viejo código de llamadas, ese telefonazo obligado para saber que todo sigue bien, que aún no han sucumbido:

-Rining.

-¿Aló?

-Soy yo. ¿Va todo bien?

-Sí. sí. Y por ahí?

-También.

-Perfecto. Entonces, hasta mañana.

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