Extraño viaje electoral
Bajo la bruma de la madrugada el coche sube desde Princesa por la Gran Vía entre cartelones de cine, las muchachas de la Cruz Roja, Manolo guardia urbano, el primer galán en calzoncillos, el último bañador de Esther Williams. Franco sonríe en un escaparate de ante y napa bajo la gorra de plato mientras abraza a Eisenhower, a la altura del esternón. Rock Hudson se ha quitado por primera vez la chaqueta del pijama delante de Doris Day. Franco aparece después en una tienda de zapatos sobre el Rolls descapotable junto a un árabe que lleva una toalla en la cabeza. En la luna de una mantequería el caudillo ahora se exhibe calvo y ambiguo con una sonrisita de tres dientes que le pliega el bigotito entrecano, vestido de paisano en el cartel de los veinticinco años de paz. Desde el coche, bajo la bruma de la madrugada, ves a los otros camaradas que hacen pintadas suicidas en la pared de la Gran Vía. Franco se asoma en una joyería entre dos soperas de plata Martínez pidiendo que votes sí en el referéndum que ha preparado Fraga. En una vitrina está Carmencita fotografiada por Gyenes en un esfumado contraluz.El camarada lleva las manos al volante, el cigarrillo colgado ya en la comisura corno tío Bogart y conduce suavemente a pesar del peligro. Muchacho, esto es la revolución. Los panfletos crepitan, se abofetean contra el viento al salir como palomas por la ranura de la ventanilla. Este jueguecito está penado con seis años y un día, uuaauu, qué emoción, y los faros del coche se vierten en el asfalto mojado por la bruma en plan neorrealista y las octavillas se encrespan detrás hasta la altura de los anuncios de neón, hasta el peluquín castaño de Tony Leblanc, hasta las manos repletas de pistolas de los cartelones de cine y caen luego planeando sobre la calzada.
Los panfletos están impresos en un ciclostil nocturno, husmeado por la brigada social, y en ellos han escrito aquel sueño de juventud: alerta, ciudadanos, los pregoneros del paraíso ya hacen gárgaras con clara y huevo, se acerca el toque de diana para la resurrección de la carne, el final de la dictadura, el espasmo de la libertad bajo la rabadilla de los tiranos. Pueden caerte seis años y un día por este confeti que salpica la bruma.
Cuando el coche del camarada llega a la calle de Alcalá ya no están las flechas ni el yugo. Sólo una marca en forma de araña trepa por la fachada. Entonces comienza a caer la niebla y la ciudad aparece desierta, los semáforos desconectados, las calzadas sin coches, las casas deshabitadas con los balcones abiertos. Madrid es un paisaje lunar. El camarada pasa por Cibeles y entre las bocanadas de niebla se ven las paredes llenas de carteles con las figuras de Suárez, Felipe González, Fraga, Tierno, Blas Piñar, Carrillo, miles de pintadas, pegatinas, banderas rojas y azules, puños y manos abiertas, sonrisas burocráticas en salsa agridulce, una fantasmagoría de tinta. Las paredes de la ciudad abandonada están empapeladas con propaganda de la libertad, la autoridad, el socialismo y el orden. El asfalto aparece lleno de serpentinas y ves flotando en la niebla los líderes políticos con la boca abierta de felicidad y las ruedas del coche pisan las promesas caídas en la calzada. Y tú sigues echando panfletos y octavillas a quinientas pesetas la hora.
En el trayecto electoral el coche del camarada cruza frente al edificio de la Bolsa, abierto de par en par, y allí dentro ves un caballo ensillado sin jinete comiendo en el parquet que está con hierba hasta la rodilla. Sigues arrojando octavillas obsesivamente sobre la ciudad abandonada. A duro el kilo, a quinientas pesetas la hora, con plus de nocturnidad. En la madrugada ves un salón de actos con las sillas encima de las mesas y en el tabladillo del fondo hay un candidato que ha enloquecido perorando en la soledad del espacio desierto mientras un camarero barre la colilla única del único asistente ad pasado mitin. Y tú sigues echando octavillas a tanto la hora hasta vaciar el saco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.