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Los fantasmas y el deseo

Embajador de España

Por ahora la calle es la que va ganando la batalla -o el espacio previsible- de la política. El terrorismo, el paro, la protesta... se adelantan continuamente, con inexorable contumacia, a cualquier iniciativa que pueda surgir de los órganos de poder. Se suele hablar del estancamiento político. La afirmación es falsa. El que está empatando -entre ciénagas de sangre- es el Gobierno, la indecisa y vacilante acción gubernamental, que siempre llega con retraso -o no llega- a la formulación de ciertos emplastos de compromiso. En contrapartida, todo lo que no constituye un cauce de más o menos auténtica representación política se enciende, se agita, vive dentro de sus delirios, se manifiesta insolidario con lo que se suponen vías de colaboración ciudadana.

La historia es triste y conocida. Una galvanización de la esperanza recorrió, hace cuatro años, el cuerpo político de España. La Corona -«motor del cambio», según una frase estatuida- había inclinado, con decisión y prudencia, los mecanismos de la transición. Un hombre joven, de la llamada «generación del Príncipe» -¡ay, qué lejano y difuso parece todo ello!-, era encargado de timonear la maniobra. En Suárez se juntaban la simpatía y una especial capacidad para la negociación y el brujuleo. Condiciones, evidentemente, imprescindibles para la circunstancia y para el manejo de cruces y voluntades. Suárez dio su medida en esa operación de alientos e ilusiones. El objetivo prioritario lo configuraba la readaptación del Estado dentro de un nuevo marco constitucional Los esfuerzos para elaborar la Constitución -contando con el forzado equilibrio de los grupos parlamentarios- embebieron las energías y las mañas gubernamentales. Al concluirla, tras un aniquilador estira y afloja -en el que el afán por dar gusto a todos remató en la disconformidad de muchos-, el Gobierno pensó haberse dado un escudo y una coartada.

Sin embargo -con independencia de la estricta materialización constitucional-, en realidad lo que el Gobierno se había montado era una prodigiosa excusa, una especie de saco sin fondo donde ir evacuando los más perentorios requerimientos del ejercicio del poder. El ensanchamiento de plazos de la disculpa se fue transformando en grietas de un abismo. Cualquier tipo de ausencia en el desempeño del mando concluye por forjar una aniquiladora máquina de desgaste. Sin caer en los extremos simplificadores del garrotazo y tente tieso, no hay duda de que una de las causas del más rápido deterioro de la imagen de un político es la debilidad. Ciertos ejemplos de blandura no son sino el reflejo de una invencible inseguridad. Esa inseguridad que se desprende de las palabras, de los silencios y de las inhibiciones.

La incertidumbre -¡tan dramática en cualquier trance humano! - vacía al político de sus atribuciones esenciales, al blandear una de sus aptitudes determinantes: la de decidir. Un hombre público remiso a ganarle la mano a los acontecimientos, por muchos que sean sus dones e ingenios, remata en la figuración de su propio fantasma. La condición fantasmagórica es algo que se adueña rápidamente del político. Todos estamos hartos de contemplar, a la vuelta de las esquinas, las siluetas espectrales de viejos políticos -esos que padecieron en su día adulaciones de los cínicos cucañeros-, de los que hasta el nombre se nos enreda en tergiversaciones casi ignominiosas.

La enumeración de sombras alucinantes, que todavía pasean sus ahuecadas siluetas, podría resultar una meditación enfebrecida. Casi todas ellas pasaron a su estado fantasmal, más o menos dorado -según la mayor o menor cercanía de la corrupción en que se mantuvieron-, por causa de equivocar los caminos a fuerza de azarosos titubeos. ¡Qué ejemplarizador elenco!

Nada me produciría más horror -y creo que, al igual que a mí, a la mayoría de los españoles sensatos- que comenzar a darme cuenta que alguna de las figuras que aún no hace tres años pudieron significar un posible caudal de ilusión española empiezan a adquirir una indefinible y premonitoria transparencia fantasmal. La calidad espectoral de un político es de complejo diagnóstico en sus comienzos. Se puede permanecer, aparentemente, bien asentado en la silla gestatoria e irse dejando invadir por esa opalescencia cérea que anticipa la deshuesada visión de las estantiguas del poder. Mi memoria es muy clara a ese respecto.

Recuerdo las afirmaciones de personal omnipotencia -planes a largo plazo, universalización de sus figuras, enigmáticas reticencias sobre la solidez de su autoridad...- de personajes que mientras impostaban su voz tronitonante, en unos angustiosos esfuerzos por manifestar su preponderancia, sus brazos se enredaban ya en las inequívocas vestes blancas del uniforme de aparecidos, almas en pena y fantasmas de las más diversas cataduras y categorías.

Es incomprensible cómo los interesados -¡a tal punto llega eso que se denomina la embriaguez del poder!- no se percatan de los progresos de fantasmagorización que los alejan de su imagen real. Confieso mi dolor cuando percibo que hombres que supieron ganarse mi estimación y mi esperanza comienzan a declinar -cual enceguecidos conductores- hacia los fosos y las catacumbas por donde pululan los desgarrados espectros políticos. Daría cualquier cosa para que algunos de esos procesos de ensabanamiento y dispersión alucinante, que no son difíciles de advertir en diversos escalones de nuestra grey pública, cesaran.

No estamos tan sobrados de gentes como para permitirnos despilfarros ni recomenzar, Cada mañana, cursillos de reeducación civil para gobernantes. Pero la realidad señala tan elevados índices de desgaste en los existentes, que todos los métodos de prevención y cautela que se ensayan con ellos pueden resultar defectuosos. La corta historia -poco más de tres años- de la nueva aclimatación democrática ha sido mucho más fecunda de lo imaginado en la esperpentización de figurones. Si no fuera por el dramatismo terrorista -que todo lo desborda- y el ahogo de la crisis económica -de la que no hay quien escape-, lo que acontece en España podría hacernos pensar, en ocasiones, que estamos asistiendo a la representación de una comedia de enredo, con sus ribetes bufos y asainetados.

Nadie quiere dejarse ganar por el espacio de la comedia, salvo -quizá- algunos de sus intérpretes, que de este modo intentarían eludir su conciencia de responsabilidad. Los españoles -pese a las inclinaciones picarescas- hemos ido acendrando nuestra angustia y la consiguiente reserva de objeciones frente a una presunta manipulación histórica. Además, sabemos que cuando unos cuadros dirigentes se tornan fantasmales es porque se están agotando sus razones humanas y colectivas. Un político lo será más auténticamente en cuanto más se aleje de los recetarios de habilidades y componendas.

El español desea sentirse gobernado, saberse comprendido y conducido. Para ello se le ha convocado una y otra vez, en solicitud de su aquiescencia. Al conferirla ansía conocer cuáles serán los rumbos de su navegación. Busca discernir los derroteros trazados y no ser víctima de la improvisación en el amanecer de cada singladura. No se resigna a ser el zarandeado pasajero del «buque fantasma», como un legendario piloto errante soñando giros y orientaciones estupendos sobre una mar embravecida, mientras el navío se desarbola y hace vías de agua, cada hora más dificiles de taponar.

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