El Estatuto de 1936 y su "Gobierno de guerra "
El 7 de octubre de 1936, seis días después de la aprobación del Estatuto vasco en las Cortes republicanas, se constituye, a la sombra del árbol de Guernica, y bajo la presidencia de José Antonio Aguirre, el primer Gobierno autónomo de Euskadi. La mayor parte del territorio vasco ha caído ya bajo el dominio de los militares sublevados. Unicamente una reducida franja de Guipúzcoa y la provincia de Vizcaya constituirán su espacio de influencia en un corto, pero intenso, mandato de poco más de ocho meses de duración. Las Cortes republicanas habían aprobado con toda urgencia y por aclamación un Estatuto de Autonomía vasco muy rebajado y mutilado con respecto al proyecto original presentado en la Cámara en abril del mismo año; un Estatuto que, no obstante, reconocía unas facultades y competencias comparables a las que se reconocen a la comunidad autónoma vasca hoy en el texto de Guernica. El primer Gobierno autónomo vasco quedará integrado por once miembros: uno del Partido Comunista, Acción Nacionalista Vasca, Unión Republicana e Izquierda Republicana; tres del PSOE y cuatro del PNV. José Antonio de Aguirre, el presidente, se reservó la cartera de Defensa, y los también peneuvistas Jesús María de Leizaola y Telesforo Monzón, las de Justicia y Cultura y Gobernación, respectivamente. El mismo día de su constitución, el Gabinete, al que el Estatuto confería la categoría de provisional, «hasta tanto duren las circunstancias anormales producidas por la guerra», hacía pública una declaración programática en la que, tras autocalificarse como un «Gobierno de guerra», se comprometía a salvaguardar y proteger las características nacionales del pueblo vasco; respetar y garantizar los derechos individuales y sociales de los ciudadanos y la seguridad de sus bienes y personas; llevar a cabo una política de «acusado avance social» (promoción del trabajador y acceso del mismo al capital, a los beneficios y a la coadministración de la empresa), y a incautar y socializar los elementos necesarios para el logro de la victoria, tratando de evitar las lesiones innecesarias de los intereses de los productos. Prometía también el Gobierno vasco protección decidida a la pequeña y mediana empresa, regulación de arrendamientos, facilidades en el traspaso de tierras y caseríos a sus cultivadores, así como una progresiva regulación de impuestos. No faltaban tampoco referencias a la cultura (salvaguardia de la lengua vasca), sanidad y otros aspectos. Sin embargo, en el tiempo que va a durar su mandato, hasta el 19 de junio de 1937, en que las tropas franquistas entran en Bilbao, el Gobierno vasco tendrá escaso tiempo y pocas posibilidades para llevar a la práctica su declaración programática. Porque prácticamente toda su actividad quedará absorbida por la obsesionante tarea de mantener el orden interno y defenderse del cerco franquista (el día de su constitución, sólo 35 kilómetros separaban al general Mola de Bilbao). Los historiadores contemporáneos vascos coinciden en afirmar que, a nivel político, el Gobierno vasco ejerció el poder absoluto. Se permitió, efectivamente, la libertad religiosa, pero se trató de evitar, por todos los medios, la politización de un pueblo en guerra y que se produjera en territorio vasco un proceso revolucionario y la consolidación de un poder popular, como ocurría en la zona republicana. Los mítines y actos públicos fueron prohibidos y la propaganda se convirtió casi en clandestina. Insisten también los historiadores vascos en el escaso éxito de la política, que el propio Gobierno había denominado de «acusado avance social», pero coinciden en que, en la práctica y pese a su corta y limitada actividad, el Gobierno vasco rebasó, con creces, las facultades y competencias que le confería el Estatuto, actuando en muchos aspectos con total independencia
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