Las actividades de los miembros, programadas minuto a minuto y vigiladas las veinticuatro horas del día
Después de una rocambolesca operación, en la que han participado expertos norteamericanos en desprogramación mental, varios miembros de Hare Krishna han vuelto a sus casas. A su regreso, los hermanos Daniel y Verónica Molina, de veintitrés y veintidós años, y Jordi Belil, también de veintidós, hacen un minucioso relato sobre las claves de la vida en la secta. Sus testimonios han sido completados con las declaraciones de los familiares y de los miembros del equipo de desprogramación. El siguiente texto se limita a recoger estrictamente opiniones, datos y referencias personales, ofrecidos por las personas que en él se mencionan.
Algo había cambiado de pronto en la vida de Daniel Molina, alumno de tercero de Medicina en la Universidad de Barcelona. A mediados de 1976, su padre, Enrique Molina, teniente sanitario del Ejército, destinado en Palma de Mallorca, seguía considerándolo un muchacho normal, un estudiante ordenado, idealista y disconforme, en las proporciones justas. Se observaba en él una cierta inclinación orientalista, fácilmente imputable a los fallos de la vieja maquinaria de Occidente, tan desgastada por los años; «la artrosis de la historia», decían los conferenciantes. En sus ratos libres, Daniel pegaba carteles que ofrecían ciclos de meditación trascendental, tomaba lecciones de karate, se alimentaba únicamente con menús vegetarianos y, marcado por una antigua inclinación, leía a Ortega y a Unamuno; es decir, seguía siendo un fanático de la literatura seria, que tanto complacía a su padre. Las aficiones al yoga y a los manuales de defensa personal eran sólo gotas de agua en la ola de orientalismo que nos invadía, maneras de invertir el tiempo sobrante, que hasta ahora no le habían puesto en trance de repetir curso, y ese era el mejor aval de su conducta en Barcelona.Pero, después del verano de 1976, Enrique Molina y Ana, su mujer, descubrieron en él una desconocida irritabilidad, una propensión al enfado, relacionada tal vez con los difíciles diecinueve años. ¿Quién puede sustraerse a la amargura de elegir, de pactar o, simplemente, de concluir una larga etapa? La única novedad en su vida era la visita semanal a un templo de los Hare Krishna, un grupo cuyo origen oriental encajaba en lo que hasta ahora habían parecido saludables aficiones, y ello no tenía trazas de ser «una razón suficiente para el cambio». A mediados de marzo, Daniel Molina telefoneó a su padre a Palma de Mallorca: «Os llamo para que me autoricéis a dejar la residencia y a vivir en el templo. Me llevaré los libros, porque quiero seguir estudiando». El final de la petición era discretamente consolador: al menos no pensaba dejar los estudios. Sin embargo, Enrique Molina viajó inmediatamente a Barcelona. Quería saber qué era el templo y, sobre todo, quiénes eran los Hare Krishna.
El templo resultó ser «un pisito del tipo medio-bajo situado en el barrio antiguo». La primera sensación inolvidable que experimentó en el interior fue un fuerte olor a incienso, un aroma blando y envolvente como un vendaje. «Luego, los devotos me trataron con una extrema amabilidad y me ofrecieron comida; toda aquella cortesía me pareció, si acaso, excesiva. Permanecí en el templo de dos a tres horas, lo suficiente para darme cuenta de que mi hijo ya estaba en otro mundo. Cuando al despedirme fui a darle un beso, me dijo: "No, no", juntó las manos en actitud de oración, hizo un gesto breve y, finalmente, comentó que nosotros, los padres, éramos excesivamente sentimentales. Estaba en otro mundo».
La epidemia: también Verónica
La familia Molina trató de mantener el contacto con su hijo mayor por todos los medios. Verónica, la segunda de los cuatro en edad, también viajaba a Barcelona con frecuencia. Estaba terminando los estudios de ATS en la clínica mallorquina de la Seguridad Social Son Dureta. No obstante, se sentía atraída por la medicina natural, el futuro de la energía solar y todas las alternativas naturistas ofrecidas por conferenciantes y autores de libros. Seguramente su única infidelidad consumista era Georges Moustaki, cuyos discos estaban en el mercado musical junto a los de los cantantes del momento.Verónica aprovechó un fin de semana para visitar a su hermano en el templo. «Aquella vida me atrajo inmediatamente; parecía cumplir muchas de mis aspiraciones: era una alternativa sencilla a lo que conocía y, además, la vida en comunidad resultaba muy, atrayente, así que un día yo también ingresé en la secta». Con la marcha de Verónica, el matrimonio Molina vio reducida la familia a los dos hijos más pequeños, todavía en edad escolar. Poco a poco se confirmaría el distanciamiento progresivo de los mayores, una separación apenas disimulada por la cortesía. Y, ¿cómo reducir los diecinueve años anteriores a una fría reverencia? Enrique Molina se dijo que habría que hacer algo.
En su casa de Barcelona, el ingeniero José María Belil llegó a la misma conclusión cuando recibió la inesperada noticia de que Jordi, su hijo mayor, había ingresado en la secta Hare Krishna. Algún tiempo antes, el nuevo devoto entraba, en conversación con un distribuidor de impresos. «¿Hare Krishna? En vez de leer el libro, preferiría que habláramos». Al domingo siguiente, Jordi estaba en una de las fiestas del templo. «Atravesaba un momento de crisis. Cansado de vivir en la ciudad, comencé a hacerme un solitario. Pasaba mucho tiempo en casa, leyendo textos sobre antropología, sobre el origen de la vida o sobre filosofía en general. El ambiente del templo me parecía sosegado, sedante, y me gustaba oír las cosas que decían los devotos: criticaban la sociedad, tal como yo mismo había hecho, hablaban de comunidades rurales, parecían ofrecer soluciones simples a los problemas aparentemente difíciles. Si no sé cuestionaban unas suposiciones iniciales, la nueva filosofía era perfecta. De acuerdo con los tres puntos clave: nosotros no somos nuestros cuerpos, sino la energía que los anima; el maestro espiritual es el representante de Dios y, por tanto, no puede equivocarse, y por último, todo lo que hemos hechos hasta ingresar en la secta es falso. La infalibilidad del maestro espiritual hacía incuestionables sus preceptos; la falsedad de nuestro pasado implicaría el que tuviésemos que liberamos de él. Entré poco a poco en la dinámica de la secta. Renuncié a mis proyectos como diseñador gráfico y decidí encuadrarme».
Vivir al dictado
La trayectoria de los nuevos devotos de Hare Krishna fue irreprochable. El estricto cumplimiento de las reglas supuso una rápida integración de Verónica. Daniel había pasado de desempeñar tareas como cocinero a distribuir libros en la calle. Jordi Belil se trasladó a Madrid, donde fue nombrado jefe de sankirian, o equipo de vendedores: nadie que le hubiese visto en el templo con la cabeza rapada y la túnica naranja habría podido reconocer al antiguo estudiante de diseño y arquitectura. «El horario de los devotos era muy riguroso. Nos levantábamos de 4 a 4.30 de la madrugada. Dedicábamos las cuatro horas siguientes a cánticos y rezos. De 9 a 9.30 de la mañana hacíamos una comida vegetariana: un menú común podía estar compuesto por un primer plato de patatas, zanahorias, berenjenas y tomates, cocinados con especias y mantequilla; por un segundo a base de arroz y, como postre, fruta. Seguidamente salíamos a la calle a distribuir casetes, libros y revistas, a precios comprendidos entre las trescientas y las mil pesetas. A las 14 horas nos trasladábamos a nuestra residencia eventual en la ciudad: podía ser un apartamento, un hotel o un remolque. Estudiábamos textos sagrados durante una hora, generalmente el libro básico Bhaga vad-gita. A las 15 horas repetíamos comida y, generalmente, menú. De 16 a 16.30 horas volvíamos a la calle, de donde regresábamos al templo de 20.00 a 20.30 horas. Como jefe de equipo, yo contaba el dinero recolectado: el grupo, de cinco a diez personas, según los casos, recaudaba entre 80.000 y 90.000 pesetas por día, y a veces 100.000. Lo que podría llamarse un devoto medio venía a conseguir de 15.000 a 20.000 pesetas. Yo hacía cuentas de ingresos y gastos. A las 21.30 o 22.00 horas, después de tomar un vaso de leche caliente, nos íbamos a dormir, y a las cuatro de la madrugada se reanudaba el ciclo. En calidad de jefe, mi primer trabajo en la calle consistía en ingresar los beneficios en una cuenta bancaria nominal».
Fiel a los preceptos de la secta, Verónica daba diariamente, dieciséis vueltas a su rosario, yapa de 108 cuentas, cantando el Hare Krishna; escuchar la propia voz, ceder a un monótono vaivén de palabras y ecos le infundía misteriosas sensaciones de aislamiento y distancia. Jordi y Daniel vendían Back lo Godhead, la revista de la secta, el número especial Nosotros, o las seis casetes disponibles. Todos sus actos, públicos, íntimos o comunales, todos sin excepción, habían de ser ejecutados con arreglo a lo prescrito. Las actitudes en el lavabo, la posición durante el sueño, las respuestas a cualquier pregunta, todos, absolutamente todos, habrían de ajustarse a las reglas de Krishna. Veinticuatro horas al día, todos los días del año.
Mensaje de América: los "desprogramadores"
La revelación estadística de que 3,5 millones de jóvenes norteamericanos se habían alistado en sectas provocó un sobresalto en los sociólogos o psicoanalistas oficiales a principio de los años sesenta. Todas ellas habían aparecido en Occidente unos quince años antes y habían arraigado con gran rapidez. Algunos pensaron en diabólicas multinacionales de la fe, otros recordaron vagamente el zapatazo y la frase de Nikita Jruschov ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1961, después del derribo del avión-espía norteamericano en territorio soviético: «Os destruiremos desde dentro, a través de vuestros hijos y vuestra religión».
Los familiares de los devotos se asociaron luego en catorce países, instalaron en París la sede europea y un día recibieron a José María BeIil, Enrique Molina, y a otros padres españoles que decían haber perdido a sus hijos. Al parecer, los norteamericanos habían descubierto el secreto de casi todas las sectas: hacían un verdadero lavado de cerebro a sus adeptos, una reforma del pensamiento que impedía en ellos cualquier posición crítica, cualquier intento de análisis, en una acción penetrante, progresiva y calculada segundo a segundo sin olvidar acentos, dogmas ni calorías. Y, descubierto el secreto, habían encontrado un sistema de liberación: los desprogramadores. A instancias de la asociación de padres españoles, tres norteamericanos, Paul Ford, Ken Conner y Kate Kennedy, todos ellos, ex devotos y expertos en desprogramación, tomaron hace unos días el primer avión y se trasladaron a España.
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