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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La misión del Rey y los capitales del franquismo

Los últimos acontecimientos ponen de nuevo sobre el tapete el tema del golpismo militar. Sabemos que el Ejército es reacio a aparecer en la Prensa, pero ante las repetidas acciones públicas por parte de algunos sectores del mismo, lo único que podernos pedir es que no den motivo para ello. Mientras las cosas sigan como están, es inevitable que sigamos ocupándonos del tema militar como uno de los más graves que se presentan en el actual panorama español, lo que impone una reflexión crítica.Una tendencia golpista tan reiterada e insistentemente manifestada indica que la enfermedad no es un sarampión pasajero, sino que permanece anclada en zonas profundas de su tejido institucional. Esta actitud proviene, como he dicho en otras ocasiones, del reinado de Alfonso XIII, pues aunque la tendencia a intervenir en política se origina a principios del siglo XIX y se mantiene a todo lo largo del siglo, es sólo a partir de 1898 cuando las tensiones internas de un Ejército básicamente colonial revíerten al interior de la Península al perder nuestras últimas colonias ultramarinas en dicha fecha. Alfonso XIII se encuentra al subir al reinado en 1902 con que dicha crisis intema se extiende a todo el ámbito nacional y va a tratar de resolverla dando al Ejército un protagonismo desusado dentro de la política interior. Y digo desusado, porque, aunque los militares habían intervenido también en la política durante el siglo XIX, su actividad se había ajustado, a pesar de todo, al juego de los partidos y de las tendencias políticas. Es ahora, durante el siglo XX, cuando se va a convertir en una especie de instancia moral superior que monopoliza las esencias de la patria Y la orientación política general de la nación. Ello obedeció, como decíamos, a la actitud de Alfonso XIII hacia el Ejército desde el comienzo mismo de su reinado. El conde de Romanones nos cuenta en sus memorias cómo ya desde el primer Consejo de Ministros el monarca dejó clara esta tendencia, que Madariaga -al hacerse eco de aquél suceso- comenta así: «Este es el tono en que empezó el nuevo reinado. La escena revela ya las características esenciales de la política española en días posteriores: poder personal apoyado en el Ejército y en la distribución de favores regios por parte del monarca; flojedad y vacilación en palacio por parte de los políticos». Esta tendencia inicial del reinado se fue paulatinamente acentuando y alcanza un momento irreversible en 1917 con la creación de las Juntas de Defensa Nacional, a través de las cuales el Ejército se convierte ya no sólo en el protagonista de la vida política, sino en un auténtico «salvador de la patria». La carrera así iniciada es, desde entonces, una pendiente imparable que conducirá a la dictadura de Primo de Rivera, primero, y a la del general Franco, después.

El rey, "motor del cambio"

Esta tendencia histórica iniciada por Alfonso XIII se mantendrá viva hasta la muerte de Franco, en 1975, pero con la desaparición de éste, es una tendencia irreversiblemente condenada. Ahora bien, una tendencia arraigada durante tanto tiempo en el Ejército no va a volatilizarse de la noche a la mañana, y por eso parece también irremediable que los españoles tengamos que sufrir una serie de intentos golpistas en los próximos tiempos, que no parece que vayan a tener otro efecto que el desprestigio paulatino del mismo Ejército, a menos que los militares conscientes y responsables, preocupados por el honor y el prestigio de su institución, reaccionen a tiempo y con energía. Muchos de ellos parecen haberse ya dado cuenta de cuál es la situación histórica en que viven y cuáles son los verdaderos intereses de Espaiía en estos momentos. Motivo de especial tranquilidad es, en este aspecto, que el rey Juan Carlos I haya comprendido cuál es su misión histórica como indudablemente lo ha hecho, pues habla de modo elocuente de la fecundidad política de la Monarquía que lo que un rey ha hecho, otro rey pueda deshacerlo. Desde este punto de vista, creo que nada más desafortunado que esa frase que tanto se repitió al principio de.su reinado de que «el rey reina, pero no gobierna». Puede ser esto cierto para las monarquías parlarnentarias del norte de Europa, bien asentadas en una tradición democrática, y puede ser cierto también en el orden de la ortodoxia monárquica estricta, pero de ningún modo aplicable al actual momento español. Por lo demás, creo que la Corona puede cumplir perfectamente este papel, sin salirse del orden constitucional, puesto que al actual jefe de Estado le corresponde, entre otras funciones, «el mando supremo de las fuerzas armadas» (artículo 621 Por eso si el rey fue desde el inicio de su reinado el «motor del cambio», ahora tendrá que ser -probablemente en contra de su inclinacíón natural- la pieza necesaria e insustituible en la consolidación del régimen democrático, para lo cual la historia le obliga a desmontar con gran paciencia y enorme tacto el golpismo inherente al actual Ejército, que su ilustre abuelo contribuyó sistemáticamente a promover. En esta opinión, quizá controvertible, me acompaña también Salvador de Madariaga en su libro España, cuando dice: «Los militares iban hacia ella (la dictadura) llevados de la lógica inherente a su temperamento profesional. Una vez metidos en política, y en ella estaban de hoz y coz desde 1917, era natural que aplicasen a la política la técníca del cuartel..., sin arredrarse ante el hecho de que tal política llevaba a la unión sagrada entre las partes arnenazadas, y en particular, entre el Ejércíto y la Corona; y, finalmente, llevaba a la dictadura la inclinación natural del rey. La idea de un gobierno militar era en don Alfonso XIII aneja y tenaz».

El capital especulativo

Ahora bien, por muy estrictamente que Juan Carlos I cumpla con la misión histórica que el destino le ha encornendado, de nada servirá si el resto de la so ciedad española no cumple con la responsabilidad que a cada parte del cuerpo social le incumbe en la construcción de una convivencia democrática. Desde este punto de vista, hay que revisar el juicio que carga todas las culpas en lo que se ha llamado la situación en dogámica del Ejército. A lo largo de los meses transcurridos desde el 23 de febrero, se ha hecho evidente que una parte importante del Ejército, probablemente mayoritaria, se mantiene fiel al rey y a la Constitución, configurándose en este sentido como garantía de la transición política a la democracia emprendida por el pueblo. Pero, si esta afirmación es cierta, habrá que preguntarse por qué los golpistas arman tanto ruido, por qué se les ve tanto y parecen tantos, y la contestación no puede ser otra que el apoyo econórnico y social que reciben de un sector importante de la opinión.

Estoy aludiendo con ello a la llamada «trama civil del golpe», que, como se sabe, permanece prácticamente intacta. A pesar de que los poderes judiciales han hecho de dicha trama algo intocado, quizá porque sea «intocable» (esto habría que preguntárselo a ellos), los elementos de juicio que tenemos apuntan en una dirección muy clara. La «trama civil del golpe» es el conjunto de intereses socio-económicos que anidan bajo el mismo, tratando de propiciarlo y provocarlo. No hace falta ser un lince para adivinar que esos «golpistas civiles» son los que en líneas generales yo llamaría el «capital especulativo» surgido bajo la protección de la dictadura; es decir, los que especularon en tiempos de Franco con solares y terrenos, los que se hicieron millonarios con licencias de importación que se concedían mediante el favor personal, los beneficiarios de un boom turístíco en el que no pusieron prácticamente nada de su parte...

En el conjunto de la sociedad española, este capítalismo representa una actitud nostálgica de volver a aquellos tiempos en que sus protagonistas se convirtieron en privilegiados. En su sotalidad, sin embargo, constituyen una minoría frente al gran capitalismo financiero que representa la banca, los intereses del capitalismo industrial y de las multinacionales, al mismo tiempo que la gran mayoría de la Iglesía y del Ejército. Sus nombres y sus conexiones creo que están en la mente de todos, y por eso sorprende la actitud tolerante y complaciente que el Gobierno mantiene con ellos. Son nostálgicos de la dictadura, que se apoyan en organizaciones políticas fascistas o parafascistas, y no admite duda que ellos son los verdaderos golpistas, pues son los que pagan y alientan a éstos. Su porvenir no me parece muy brillante; me cuesta trabajo creer que en el juego de fuerzas establecido sean ellos los que se lleven el gato al agua, al menos que cuenten con apoyos y connivencias que, de momento, parecen insospechados. Que pueden dar mucha guerra todavía, es evidente, y no me cabe la menor duda sobre ello. Pero también creo que su último destino es dísolverse como un azucarillo en medio de una sociedad que cree en la democracia y está dispuesta a luchar por ella. Ahora bien, para que esto ocurra es necesario que los poderes públicos tomen con energía y sin demora, cartas en el asunto. De lo contrario, las cosas pueden enredarse innecesaria y peligrosamente.

José Luis Abellán es profesor numerario de la Uníversidad Complutense. Premio Nacional de Ensayo 1981.

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