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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El biologismo en la cultura contemporánea

Curiosa genealogía la de algunos discursos de nuestra cultura, mercenarios de mil señores, alcahuetes de la historia, siempre dispuestos a demostrar que lo que es es lo que debe ser, de conformidad con la naturaleza de las cosas. Es evidente que el saber biológico está adquiriendo un rango singular en la sociedad occidental contemporánea, proporcionando tecnologías políticas que invaden progresivamente el cuerpo, la salud, la alimentación o la vivienda. Es decir, las condiciones de vida y el espacio entero de su existencia. Este biopoder representaría, volviendo a Foucault, un elemento indispensable para el desarrollo capitalista, al permitir la insercién controlada de los cuerpos en el aparato de la producción y el ajuste de la población a los procesos económicos. Así, junto a los aparatos del Estado, garantes del mantenimiento de las relaciones de producción, las técnicas de poder derivadas del saber biológico inciden en los procesos económicos como instrumentos para el desarrollo de las fuerzas involucradas en ellos y que los sostienen.Estamos, por tanto, ante tecnologías de poder encaminadas a la disciplina del individuo y la regulación de las poblaciones por medio de la socialización de las conductas procreativas, el condicionamiento skinneriano del comportamiento, la psicocirugía, los psicofármacos o el mismo psicoanálisis, entre otros recursos de ingeniería social. Sin embargo, más allá de estos desarrollos positivistas, las ciencias de la vida suministran elementos ideológicos de indudable eficacia como factores de segregación y jerarquización social, garantes de relaciones de dominación entre razas, sexos y clases.

En este contexto no es extraño que los biólogos-biologistas reclamen para sí el papel de los nuevos profetas, promulgadores de los valores de nuestra civilización. Konrad Lorenz, notable etólogo y premio Nobel, cuyas publicaciones han contribuido notablemente al entronamiento de la sociobiología, lo explicita con precisión palmaria: "Sólo la biología del Homo sapiens debiera ser considerada como la gran ciencia. Un conocimiento suficiente del hombre y de su relación con el universo determinaría automáticamente los ideales por los que deberíamos luchar". Esta avalancha biologista demanda una interpretación.

El poder de la diferencia

El estado de los derechos que surge de frente al viejo orden feudal se fundamenta en los ideales de la libertad, de la individualidad, del trabajo, de la igualdad y de los inalienables derechos de la consecución de la felicidad. Un solo tema aflora de manera recurrente en los escritos de Jefferson, Diderot y los enciclopedistas: las barreras y jerarquías artificiales del viejo orden deben ser destruidas con el fin de que cada persona pueda ocupar un puesto en la sociedad acorde con sus deseos y capacidades. La revolución burguesa rompíó, efectivamente, con las barreras artificiales; sin embargo, no parece capaz de proporcionar a todos un status igual. Y es aquí donde la argumentación biologista encuentra su terreno de expansión.

El primer argumento surge del análisis de las capacidades, proclamando que las diferencias y desigualdades de status provienen de propiedades innatas de los individuos y no de unas características específicas de las relaciones sociales. Richard Herrstein, el psicólogo norteamericano abogado de la causa de la segregación racial, nos lo describe a la perfección: "Cuando la gente pueda acceder libremente a su nivel natural en la sociedad, entonces se hará evidente que las clases superiores tienen mayor capacidad que las inferiores". De ahí el interés en el coeficiente intelectual como fundamento de la nueva meritocracia.

Sin embargo, las diferentes capacidades innatas no justifican en principio la desigualdad en cuanto a status y poder entre los individuos, clases, sexos, razas o naciones. Admitido que las diferencias biológicas entre los individuos hacen que unos puedan pintar cuadros, mientras que otros se tengan que conformar con pintar paredes; o bien, que unos puedan llegar a médicos, mientras que otros se queden en barberos. Pero dichas diferencias no generan por sí solas una jerarquización social, puesto que no hay ningún obstáculo biológico para que una sociedad de artistas, pintores de brocha gorda, médicos y barberos no proporcione a todos sus miembros una recompensa material y moral igual. Por ello es preciso recurrir a una segunda faceta de la naturaleza humana inventada, epitomizada por el social-darwinismo como aquella tendencia innata a la jerarquización social en el curso de la competencia por unos recursos limitados. Punto de confluencia de los discursos agustinianos sobre la innata depravación humana, retomados siglos después por Hobbes, como "ese perpetuo deseo de más y más poder" del que se hace eco nuestro contemporáneo Skinner al sentenciar: "... cada uno tiene intereses en conflicto con los demás. Ese es nuestro pecado original y nada podemos contra él". Nada tiene de extraño que, en este contexto, sir Mac Farlane Burnet, premio Nobel de Medicina, apremie, en un libro reciente, a la adopción de un coeficiente de dominancia, que permitiría evaluar la superioridad de cada individuo por su capacidad para lograr un fin deseado venciendo la oposición de los demás.

Queda aún otro elemento para completar el biologismo contemporáneo. Es fácil observar que, aun en las sociedades más democráticas, las recompensas no se redistribuyen por igual a cada generación. Muy al contrario, el hijo del industrial textil tiende a ser banquero, mientras que el hijo del tejedor tiende a endeudarse con el banco. ¿Es posible que los hijos pasen el poder a los padres, sorteando el perfecto sistema de selección basado en los méritos intrínsecos, en un sistema de igualdad de oportunidades? Ciertamente, no, porque ello supondría echar por tierra los mismos fundamentos de la sociedad meritocrática. Entonces deberemos admitir que las capacidades biológicamente determinadas se transmiten de padres a hijos. De esta forma tenemos la ecuación perfecta, porque al igualar las diferencias biológicas con diferencias heredables, la transmisión del status social queda perfectamente legitimada. El énfasis de la sociobiología en la heredabifidad de los rasgos más característicos de comportamiento social humano adquiere en esta perspectiva una notable dimensión política. Recíprocamente, asimilando los comportamientos sociales desviados con rasgos heredables, se inocentan los factores sociales responsables de la delincuencia, a la par que se justifican ciertas prácticas preventivas de apaciguamiento social.

Angel Pestaña es doctor en medicina y colaborador científico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Sacramento Martí es licenciada en historia y economista.

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