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EI mar de mis cuentos perdidos

Durante muchos años quise escribir el cuento del hombre que se extraviaba para siempre en los sueños. El hombre soñaba que estaba durmiendo en un cuarto igual a aquel en que dormía en la realidad, y también en ese segundo sueño soñaba que estaba durmiendo, y soñando el mismo sueño en un tercer cuarto igual a los dos anteriores. En aquel instante sonaba el despertador en la mesa de noche de la realidad, y el dormido empezaba a despertar. Para lograrlo, por supuesto, tenía que despertar del tercer sueño al segundo, pero lo hizo con tanta cautela, que cuando despertó en el cuarto de la realidad había dejado de sonar el despertador. Entonces, despierto por completo, tuvo el instante de duda de su perdición: el cuarto era tan parecido a los otros de los sueños superpuestos, que no pudo encontrar ningún motivo para no poner en duda que también aquél era un sueño soñado. Para su gran infortunio, cometió por eso el error de dormirse otra vez, ansioso de explorar el cuarto del segundo sueño para ver si allí encontraba un indicio más cierto de la realidad, y como no lo encontró, se durmió a su vez dentro del sueño segundo para buscar la realidad en el tercero, y luego en el cuarto y en el quinto. De allí -ya con los primeros latidos de terror- empezó a despertar de nuevo hacia atrás, del quinto sueño al cuarto, y del cuarto al tercero, y del tercero al segundo, y en su impulso desatinado perdió la cuenta de los sueños superpuestos y pasó de largo por la realidad. De modo que siguió despertando hacia atrás, en los sueños de otros cuartos que ya no estaban delante, sino detrás de la realidad. Perdido en la galería sin término de cuartos iguales, se quedó dormido para siempre, paseándose de un extremo al otro de los sueños incontables sin encontrar la puerta de salida a la vida real, y la muerte fue su alivio en un cuarto de número inconcebible que jamás se pudo establecer a ciencia cierta.Durante mucho tiempo pensé que no había escrito este cuento de horror porque su parentesco con Luis Borges era demasiado evidente, pero además inferior a todos sus cuentos. Sin embargo, ahora que lo recuerdo y lo escribo, he caído en la cuenta de que el cuarto en que lo hago -con la máquina de escribir frente a una ventana por donde se mete sin permiso todo el mar Caribe- es un cuarto igual al que siempre quise para el sueño del cuento: cuadrado justo y de paredes lisas y sin color, con una sola puerta y una sola ventana, y ningún otro mueble distinto de la cama simple y la mesa de noche con un despertador que había de repetirse sin respiro en cada uno de los cuartos soñados, pero que había que soñar en el cuarto real. Ahora que lo veo en la realidad me he dado cuenta de que no era de Borges este cuento, sino de la estirpe más antigua y sobrecogedora de Franz Kafka. En todo caso, nunca lo escribí, y tal vez ése sea su mérito mayor.

No es el único que se quedó sin escribir, ni fue tampoco una excepción en el mundo de la literatura; la vida de los escritores está llena de las obras que nunca escribieron, y que tal vez en muchos casos hubieran sido mejores que las que se escribieron. Pero lo curioso es que ese reguero casi interminable de historias concebidas jamás nacidas constituyen para los escritores una parte invisible e importante de su obra: la parte que nunca verán en sus obras completas. También durante muchos años, y en una época posterior a la del cuento del hombre que se perdió en los sueños, soñé con escribir un cuento del cual sólo tenía el título: El ahogado que nos traía caracoles. Recuerdo que se lo dije a Alvaro Cepeda Sumudio en una fragosa noche de la casa de amores de Pilar Ternera, y él me dijo: "Ese título es tan bueno que ya ni siquiera hay que escribir el cuento"., Casi cuarenta años después me sorprendo de comprobar cuán certera fue aquella réplica. En efecto, la imagen del hombre inmenso y empapado que debía de llegar en la noche con un puñado de caracoles para los niños se quedó para siempre en el desván de los cuentos sin escribir. En cambio, perdí mucho tiempo tratando de escribir una vez y otra vez el cuento del hombre que descomponía las máquinas.

En cierto modo, éste era una nueva variación del asunto que más me ha obsesionado de un modo ineludible: las pestes. El hombre había llegado caminando a un pueblo de artesanos y había preguntado por alguien a un hombre que laboraba con un tractor. Sin remedio: el tractor no volvió a funcionar. Lo mismo ocurrió a la máquina de coser de la costurera a quien hizo la misma pregunta poco después, y a todas las máquinas de oficios diversos con cuyos propietarios tuvo algo que ver. Hice muchas versiones antes de que el ángel de la guarda, que tan mal se ocupa de los escritores tercos, me convenció de que no insistiera más, por la razón más simple del mundo: era un cuento muy malo.

Siempre creí, en cambio, que era muy bueno otro de los que tampoco pude escribir. Me refiero al que concebí en una enloquecedora tarde de tramontana en Cadaqués, el pueblo más hermoso y mejor conservado de la Costa Brava. Al cabo de tres días de aquel viento inclemente tuve de pronto la revelación deslumbrante de que jamás volvería a ese pueblo porque había de costarme la vida. El personaje de mi cuento debía padecer la misma obsesión durante muchos años, hasta que una noche de fiesta se la reveló a un grupo de amigos en Barcelona. Los amigos, con buena intención de aplicarle a su miedo una cura de burro, lo metieron a la fuerza en un automóvil y se lo llevaron esa misma noche a Cadaqués. El hombre hizo el viaje paralizado por la superstición, y cuando, por fin, vio las luces del pueblo desde la última curva de la montaña, logró zafarse de los amigos y se desbarrancó por un precipicio, incapaz de soportar el terror del regreso.

En ese estado se quedó para siempre el cuento de la muchacha que buscó durante muchos años al desconocido que la violó en un parque, hasta que ella misma descubrió que sólo quería encontrarlo porque no podía vivir sin él. Y el cuento de los niños que conspiraron para matar al rey y al fin lo consiguieron con un caramelo envenenado, y el cuento de los niños que mataron al compañero que lo sabía todo porque no podían soportar que supiera tanto. Hubo uno que terminé: el del hombre que se metió en una armadura de acero para asustar a sus amigos en una fiesta y nunca más pudo salir de ella, de modo que siguió viviendo en ella durante muchos años y se murió dentro de ella de una buena vejez. Estaba a punto de publicarlo cuando lo leyó un amigo providencial, y me hizo caer en la cuenta de que las armaduras de los guerreros no eran una pieza integral -como yo lo creía hasta entonces-, sino que se iban poniendo sobre el cuerpo pieza por pieza, como los trajes de luces de los toreros-. De modo que, como tantos otros, también este cuento naufragó para siempie, y con toda justicia, en el mar de los cuentos perdidos.

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