Las dictaduras que agonizan
LA RECUPERACION del poder por la democracia civil en Bolivia, el embarazo de la Junta Militar argentina para soltarlo conservando su impunidad, las elecciones próximas en Uruguay y en Brasil -que, a pesar de sus condicionamientos, abren unas posibilidades-, la noticia de que en El Salvador la oposición ofrece una negociación al Gobierno, coinciden en un sentido que podría interpretarse como un descabalgamiento de las dictaduras por una razón nueva: su incapacidad de gobernar. La gobernación de un país necesita hoy no sólo unos conocimientos determinados que no forman parte de la educación habitual del militar, y en todo caso una abundancia de ideas, de inventivas, de flexibilidades de todas clases, que no son propias de un sistema rígido basado en el triunfalismo y en las verdades absolutas.Podría encontrarse algún precedente discreto en la historia reciente de Europa. Los coroneles griegos, aún llegados a generales, terminaron pactando para derivar hacia un poder civil que tratase de tolerar al máximo su retiro (el mismo que ha cedido su puesto al socialismo panhelénico); la revolución de los claveles, en Portugal, fue un desmoronamiento interno del poder -también con el intento de pacto que formalizó Spínola y que después de algunos sobresaltos está funcionando ahora-. Aquí mismo, la muerte fisica de Franco sobrevino después de una larga agonía política de su régimen. No parece que ahora se recuerde con precisión que una gran parte de las catástrofes actuales comenzaron en vida de Franco, un régimen que él mismo intentó transformar, ante la decadencia inevitable, en fórmulas de democracia organica y de vagos sistemas de participación. Quizá la suposición de un pacto más o menos tácito ha evitado que parte de esos problemas sean resueltos y que la democracia nominal haya podido cambiarlos con un ejercicio máximo de la libertad y de la imaginación. No parece que aquí podamos sorprendernos mucho de regímenes, partidos o movimientos que se mueren por sí mismos: por incapacidad.
Es evidente que hay todavía muchas proximidades con el siglo XIX, sobre todo en Latinoamérica, desde el punto de vista de la retórica, pero la dinámica de vida, la multiplicación geométrica de la tecnología, el creciente intercambio de unos países con otros, la creación de nuevos centros de dependencia en el mundo, las realidades de la economía y las finanzas no se resuelven ya con un gran bastón como el que esgrimía y santificaba el primer Roosevelt, y que el orden impuesto desde la fuerza por los caminos de la cárcel, la tortura, el fusilamiento o el trabajo forzado no solamente ofenden unos ideales crecientes de defensa de los derechos humanos, sino que son perfectamente inútiles para la vida actual. Ya no basta con inclinar torsos sudorosos y rasgados por latigazos sobre un algodonal o meter a los mineros a culatazos debajo de la tierra para que la economía de un país se restaure; ni basta con sofocar la libertad de prensa para que las verdades queden ocultas. Los rnercados, las bolsas, las cotizaciones de materias primas y de monedas, la intervención de la microelectrónica y algunas cosas más son lo que son y difícilmente se modifican con un cuartelazo. Más que la ofensa a la persona humana y el desprecio a las formas de la convivencia, lo que está destruyendo a las dictaduras es su ineficacia y la prontitud con que llevan sus países a la ruina: son ahora en muchos casos las clases más poderosas, que antes las reclamaban, las que tratan de quitarse de encima estos salvadores molestos que les están arruinando. No se pueden gobernar países del siglo XX con sistemas del XIX. Y aun dentro del Tercer Mundo, de la pobreza endémica y de los topes mentales, la mayor parte de esos países están forzosamente incluidos en el siglo XX porque dependen de estructuras meramente actuales. Problemas que necesitan cada vez más de la política, en un amplio sentido de la palabra -es decir, la suma de ideas, la busca libre de soluciones, el juego creador de poder-oposición y, sobre todo, la libertad y el fomento del pensamiento-, y que no se doblegan ya a las fórmulas de la mano dura.
Todavía la mayor parte de los países con credenciales en la ONU se rigen por dictaduras, y muchos de los que tienen apariencia más libre violan la libertad de pensamiento. Todavía habrá golpes de fuerza, asaltos al poder, intentos de sojuzgamiento y de Gobierno por la fuerza. Pero la experiencia actual es que las dictaduras se mueren de su propia muerte: de que el precio en sangre y silencio que hacen pagar a sus países no está ni siquiera compensado por un bienestar de los supervivientes o de quienes les animaron a perpetrarlos.
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