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Tribuna
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Lo imperdonable

En marcha, aún la feria tauroisidra, no será malo recordar que si en ella y en todo el calendario taurino unos espaciados fulgores de arte, la antigua estética de su escenografía ritual, o tal o cual gesto o instante de verdadero valor o abnegación, aún pueden justificar precariamente la supervivencia de las corridas de toros y novillos, tales elementos brillan del todo por su ausencia en otras celebraciones corrúpetas que no suelen llegar a los medios de difusión y que sostienen sumamente abyectas realidades e imágenes de la España negra.Bien pocas películas me han sacado de un cine por conmoción; una, nacional, de hace algunos años, España insólita, lo consiguió: apenas pude remontar el aterrado alucine que me estaba causando ver en ella la larga, cruentísima y cobardísima muerte de un toro, a cargo de un pueblo entero, mediante sogas, navajas, garrotes y hasta a mordiscos. Encantadora fiesta, que se repetirá esta primavera, verano y asomo de otoño en 10, 30 o 100 localidades de España, y en nombre de ibéricas tradiciones, costumbres inveteradas y otros biensonantes etcéteras, incluido el sociopopular.

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Rafael Ortega dicta su lección

Quieras que no, se pregunta uno hasta qué punto puede llamarse y ser soberana la voluntad mayoritaria de una población, Matilla del Remolachar, Montecueque o San Serení de la. Purísima, cimentada para esas diversiones en las más desamparadas sordidez, incultura y burricie, y hasta dónde es permisible tal soberanía, que, según entiendo, un Gobierno y un ayuntamiento socialistas, si no lo hicieron otros, parecen llamados a encarar y a interferir antes o, después, aun por decreto y aun contra toda argumentación de voluntad popular, raíces seculares y otras defensas de lo que no es más que atroz salvajismo mondo y lirondo.

Voluntad y raíces

Por supuesto que tales voluntad y raíces están ahí, llueven de lejos y su realidad no es cuestionable. Es su continuidad la que lo es. Peliagudo asunto, ciertamente. Pero, en ceremoniales como el referido, lo que es a uno ni le vale su no anémico espíritu libertario ni cuanto de saludable tiene aferrarse a todo lo propio como vindicación de lo iaacional y rechazo de la. pestis yanquífera que nos pringa la boca de okéis, y hace por arrodillarnos y dar al traste con lo que somos. Pertrechos hay para combatirla, y muchos, que no sean aquéllos.

¿Qué sangrientas, subconscientes transcripciones inquisitoriales, cidios soterrados, reprimidos atavismos de muerte, trenes de barbarie prehistórica, hacen que todo un pueblo, una vez al año, se ensañe, festejada y jaleadamente en su antiguo tótem, en un bicho amarrado y entregado a sus calles?

Pero tampoco hay que llegar tan lejos (que se llega en muchos lugares): no tan terroríficas e inmundas, pero no menos negativas y de recomendable desaparición (o, al menos, razonable reglamentación), son tantas pueblerinas capeas, y cuchipandas con vaquillas inermes. Su fondo viene a ser lo mismo, y aún cabe agregar a ellas, las preparatorias y degradantes charlotadas y los toros del aguardiente, recientes y justísimos promotores de muertos, tuertos y lisiados. Podría decimos algún Tiu. Pericu que ellos lo han sido por su gusto, pero habría que preguntárselo a los que de esos caídos aún puedan contestar.

Como padre Flanagan, como caballero moralista o como resuelto autoritario (y lo digo por lo de los decretos y reglamentaciones), no creo que haya muchos que me piensen, y hacen bien. Lo que pasa es que, según dijo Rafael, El Gallo, ante un toro que lo miraba demasiado a los ojos, hay cosas con las que uno no puede. Que no.

Fernando Quiñones es escritor y flamencólogo.

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