De Norte a Sur
Una mujer que vive todo su tiempo en Doñana y tiene el corazón encallecido de tanto ver cómo mueren de sed las bestias, cómo se raja la tierra, ansiosa del agua que le niegan las ambiciones de unos pocos; esa mujer, yo no sé si conociendo a fondo la brutalidad que me estaba confesando, me dijo que siente una secreta satisfacción cada vez que se entera de catástrofes provocadas por el delirio de la naturaleza. Cuando los volcanes sueltan sus vómitos de lava y arrasan hombres y pueblos, cuando los ríos se desbocan y se llevan por delante lo que encuentran, esa mujer se regocija, porque cree que es una buena lección para los seres humanos que creen, en su soberbia, que el bien y el mal depende solamente de su voluntad.Las últimas horas, en el Norte, han tenido a la naturaleza, arpía furibunda; como protagonista. Pero han colaborado, y con cuanta eficiencia -debido, precisamente, a su ineficacia- los hombres. Los hombres que nos mandan. Yendo hacia Bilbao por la autopista, poco antes de que el cielo se derrumbara sobre Vizcaya, una miseria de esforzados miembros del servicio de Protección Civil nos alertaba, con grandes aspavientos de que estaban produciéndose avalanchas que obstruían el paso. En esos momentos, sabíamos ya por la radio, gracias al magnífico observatorio del Monte Igueldo, lo que estaba ocurriendo, lo que iba a ocurrir. El hombre de la radio anunciaba catástrofes pero tú no podías identificar su voz con la realidad, sencillamente porque la realidad, en esa autopista, estaba encarnada en cuatro señores vestidos con chubasquero que braceaban desesperadamente bajo la lluvia.
Y cómo podías suponer la inmensa, enorme gravedad del peligro, al constatar la lenta, tardía y a menudo, inútil, reacción oficial contra el desastre. Ayer a mediodía seguían faltando los helicópteros, esos helicópteros que pagamos con nuestros impuestos, los alimentos, las mantas. Continuaba el desconcierto y las noticias oficiales eran contradictorias. Alguien dijo: "Euskadi no es Valencia. No se ha inundado en plena campaña electoral. Aquí nadie tiene nada que ganar".
Ya en San Sebastián, tranquilamente sentada en un hotel -porque en Donosti el desastre fue muy leve, ni siquiera se encabritó demasiado el Urumea- entre intelectuales que protagonizan un curso sobre el cine musical, yo me preguntaba dónde estaba la tragedia. Qué sucedia en las aldeas, en los montes y hasta en las grandes ciudades. Sentada entre esa gente que una ama, pero que, a menudo, te hace creer que la realidad es una ficción, el drama, un gesto y la tragedia, un rictus evocado a través de una frase, me preguntaba por el agua asesina, por sus víctimas, y no me lo podía imaginar.
Intenté averiguar en dónde se podían localizar los centros de ayuda y, como muchos donostiarras anhelantes por colaborar, no pude enterarme. La voz del hombre del tiempo seguía pareciendo una ficción, a pesar de que la lluvia nos daba en la cara.
Y entonces se produjo la síntesis. La síntesis entre lo que ocurría y la información. Llegaron los compañeros. Periodistas con las botas anegadas de fango y los ojos de lágrimas, que habían estado levantando acta, como casi siempre, de la destrucción. Reporteros gráficos que habían abandonado las cámaras para auxiliar antes de tomar la foto, plumillas que te contaban lo que estaba sucediendo con el rostro desencajado y una copa mal bebida, apresuradamente bebida, entre las manos.
De Norte a Sur, de Guipúzcoa a Doñana, algo falla en la cadena invisible que debiera unirnos en la sed y en la hartura. A esa mujer de Doñana me gustaría tenerla aquí, para que viera aun a costa de horadar sus convicciones, que detrás de la más natural de las tragedias siempre se encuentra la desidia de un mundo en el que hemos sido educados para escuchar la radio, leer los periódicos y no mover las manos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.