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Reportaje:

Davillier y Doré, por los caminos de España

Magna exposición de Gustavo Doré en Estrasburgo con motivo de su centenario

Fue Davillier, el aristócrata hispanista, el que con sus apasionadas descripciones y relatos sobre España, sus conocimientos de arte hispano, adquiridos en su nueve viajes por el país, había suscitado en Doré, el gran ilustrador, un irrefrenable deseo de conocer aquella España tan mitificada y saqueada por el tópico. Sin olvidar la influencia de la obra de Alexandre de Laborde Voyage pittoresque et historique de l´Espagne, que será patente en algunos de sus dibujos de interiores alhambreños.Aunque Davillier le había dicho a Doré "... más de cien veces que él era el pintor que debía darnos conocer España. No esa España de opereta y de los keepsakes, sino la verdadera España...", el artista tuvo que esperar a que su insistente proposición: "¡Cuándo salimos para España!", decidiera a Davillier a realizar el viaje. Al acepta ser su guía, le emplazó a que, tras el éxito de las ilustraciones de Rabelais, de Dante y de Perrault "... nos regalarás a tu regreso un espléndido Don Quijote" ilustrado.

ANTONINA RODRIGO

GASOLIBA

España tiene una deuda enorme con Davillier, ya que éste contribuyó notablemente a rehabilitar el arte antiguo español con decisivos estudios. A este hispanista se debe el redescubrimiento en Francia y después en Europa, gracias a las traducciones de sus obras, de los alfares y la loza de Talavera, Alcora y Manises. Estas investigaciones las publicó en un libro, reivindicativo, titulado Histoire des Faïences hispano-moresques a reflets métalliques (París, 1861). Por entonces, Fortuny vivía en París y el pintor catalán y el coleccionista lograron reunir las dos mejores muestras de loza hispano-morisca. Davillier sería también, el gran biógrafo del pintor.

Otra España

La obra de Davillier es copiosa; pero, sin duda, lo más interesante son sus estudios dedicados al arte hispánico: Notes sur les cuirs de Cordoue (París, 1878), Les Arts décoratifs en Espagne au Moyen Age et a la Renaissance (1879), L'Orfevrerie espagnole (París, 1879). Sin embargo, la obra más popular iba a ser Viaje por España, para la cual tuvo como reportero gráfico a Gustavo Doré. Los dos artistas acordaron ir enviando sus impresiones de camino a la Editorial Hachette, que publicaba una renombrada revista de viajes, Le Tour du Monde. Las colaboraciones de los dos turistas fueron apareciendo por entregas desde 1862 a 1873.

Un año más tarde, la Editorial Bachette reunió en un libro todos los capítulos y a los pocos meses el Viaje por España era traducido al italiano, y después al inglés y al danés. El libro tuvo de inmediato un interés fulminante. Davillier y Doré presentaban una España diferente. Destruían falsas leyendas y demostraban la falacia de afirmaciones sostenidas y consolidadas por la fantasía popular y la ausencia de vindicación histórica. Las descripciones de Davillier conducían al lector por una España real, ajena al tópico, sobre todo en la exposición, directa de la vida cotidiana. Y la prodigiosa visión del dibujante sumergían al espectador por los caminos de la ensoñación.

De todas las ciudades españolas visitadas por Davillier y Doré se toparon en Granada con el reino de la magia. "Nada sabría describir la impresión", dice Davillier, que experimenta el que atraviesa por primera vez la Puerta de las Granadas. Uno se cree transportado a un país encantado al penetrar bajo estos inmensos arcos de verdor, formados por olmos seculares, y se piensa en la descripción del poeta árabe que los compara a bóvedas de esmeraldas...". En la torre de la Vela se quedan: "... deslumbrados por la más espléndida vista que pueda el hombre soñar.

El golfo de Nápoles visto desde lo alto del Vesubio, Constantinopla vista desde el Cuerno de Oro, apenas pueden dar idea de un panorama tan magnífico. A nuestros pies, Granada y los campanarios de sus 100 iglesias, que divisábamos a vista de pájaro. Más lejos, las alturas que dominan a la ciudad, sembrada de blancas casas que destacan sobre un tupido verdor, iluminadas por el sol del atardecer con una rosácea luz, nos hacían pensar en los versos del poeta árabe que compara a Granada con una copa de esmeraldas adornada de perlas orientales".

Granada viva

A pesar de esta exaltación ante el paisaje y las maravillas del palacio de la Alhambra, a Davillier y a Doré les interesa más la Granada social que la monumental. Su interés por la calle, por la gente, sus costumbres, sus formas de vivir, los lleva a alojarse como pupilos en casa de un sastre de la calle de la Duquesa. Además, Davillier con la convivencia familiar, tenía ocasión de perfeccionar la lengua del país. Los dos curiosos viajeros vagan por la ciudad y observan la vida granadina con glotonería de voyeur.

Su callejear les permite ver testigos de sabrosas escenas que ellos se apresuran a recoger para la revista Le Tour du Monde, de ahí la frescura de las descripciones de Davillier y la espontaneidad, viveza y movimiento de las magníficas ilustraciones de Doré. Cuenta Davillier que cierto día fueron testigos de una escena dramática y grotesca a la vez: "... una madre defendía a sus hijos contra una cerda, a la cual ellos querían quitarle su cría", y Davillier añade, de lo cual Doré "no dejó de sacar provecho". En estos dibujos directos es donde encontramos al gran ilustrador francés: como en el de los extranjeros sorprendidos robando mosaicos de los alicatados de la Alhambra, o en el de la mujer granadina, marginada, semioculta en el balcón, tras la pesada estera o cortina, observando la vida de la calle, que a ella le estaba vedada.

La plaza de Bibarrambla, la Alcaicería, el Zacatín, zoco y viejo corazón de la Granada árabe, eran lugares frecuentados por los dos viajeros franceses. Les gustaba detenerse ante los talleres de orfebrería, cuyos artesanos trabajaban a las puertas de sus establecimientos. Solía ocurrir que mientras los tenderos esperaban a sus clientes, se entretenían "en rascar las cuerdas de una guitarra, y sucede a menudo que, cuando aquellos entran, no se mueven hasta que no ha acabado la copla empezada". Aquí el tópico era verdad.

El ir y venir de los labradores de la Vega, que llegaban a la ciudad con una reata de mulas, a vender sus productos al mercado de Bibarrambla, eran escenas restallantes de plasticidad y colorido: "... melones y enormes cebollas se apilan en montones. Los tomates, hortaliza favorita de los españoles, se hacinan, semejando gruesas vejigas llenas de bermellón, monstruosos racimos de uva color ámbar hacen pensar en la tierra de Canaán, y los higos entreabiertos destilando un apetecible jugo atraen a legiones de zumbadoras moscas que los vendedores se esfuerzan en ahuyentar".

El agua, elemento natural de la estética y la plástica granadina, era omnipresente en toda la ciudad. Oían su murmullo por calles y plazas, en fuentes, pilares, aljibes, cascadas, acequias, remansadas luego en la placidez de la alberca. Y así como en otras ciudades existían catadores de vino, en Granada los había de agua, pues cada fuente tenía singulares propiedades. Los vendedores de agua, los aguaores, llamaban la atención de los extranjeros con su pintoresco trapío.

El mundo gitano

Transportaban el agua en borriquillos o a cuestas. A cada lado del rucio en las albardas iban suspendidas las garrafas de brillante latón, protegida su frescura por es pesas capas de yedras, que desde lejos le parecía a Davillier un "matorral ambulante". Se anunciaban con musicales pregones y ofrecían su cristalina mercancía en grandes vasos, que blanqueaban con unas gotas de anís o anises. Otros tipo callejeros que merecieron su atención fueron los músicos ambulantes y también los mendigos, plaga de la vía pública, a veces familias enteras dedicadas a suplicar "una limosnica por el amor de Dios".

Pero, lo que mas le interesó a Davillier y a Doré de la sociedad callejera granadina fue el mundo de los gitanos. En el Sacromonte, el barrio de los calés, encontraron una ciudad dentro de otra ciudad, una población con lengua y costumbres propias. Descubrieron que los gitanos de Granada eran aun más pobres que los de otras provincias. Con frecuencia, los dos turistas subían al Sacromonte donde pronto tuvieron amigos, como el Gitano Rico, del que Doré hizo un espléndido retrato. La relación con el Gitano Rico nació de un acto de honradez. Éste les recibió con frutas en su cueva.

Se cuenta que a Doré o a él se le cayeron unas monedas de plata, "sin darse cuenta". Y el anfitrión, con gran dignidad, las recogió y se las devolvió. Aquel gesto conmovió al dibujante, y le pidió que posase para él. Al atardecer les gustaba ver trabajar a los gitanos en sus oficios de forja: herradores, herreros, cerrajeros, "... medio desnudos, bronceados sus cuerpos, iluminados por el rojo fuego de sus hornos, no se puede evitar pensar en el célebre cuadro de Velázquez, que representa la fragua de Vulcano".

Se entusiasmaban también con sus bailes, sobre todo con el zorongo, que interpretaba con gracia y majestad una bellísima gitana llamada La Perla. Un día sorprendieron a la gitana apodada Revieja, diciendo la buenaventura a cuatro elegantes damas tocadas de mantillas negras de encaje, que habían subido al Sacromonte a consultar su porvenir. Doré plasmó la elocuente escena en un bello grabado. Con sus amigos gitanos estudiaron su lengua caló. En uno de los capítulos de la revista apareció un pequeño léxico de las palabras más usuales.

Tras subir a Sierra Nevada y asomarse a los picos de Veleta y el Mulhacén, llegó el momento de su partida. A Granada no había llegado aún el ferrocarril y tuvieron que conformarse con sendas plazas en la imperial de la diligencia. Con cierta nostalgia comenta Davillier: "Tal vez hayan alimentado algunos la secreta esperanza de asistir por una vez en sus vidas a ese drama de gran carretera que se llama el Ataque a la diligencia. Esta pequeña emoción nos ha sido negada siempre". Davillier se tuvo que conformar con una estampa que, por, dos cuartos, compró en Granada, que representaba la soñada escena.

'Soy mi propio rival'

Al año siguiente de su viaje por España, en 1863, Gustavo Doré, regalaba a España y al mundo un Quijote ilustrado, con toda la fantasía, grandeza, belleza y poesía digna de nuestro héroe.

Doré, el primer ilustrador de su tiempo, había nacido en Estrasburgo en 1833. Llegó a París a los 15 años, acompañado de su madre, de la que nunca se separaría. Presentó sus carpetas de dibujo, de una peculiar riqueza creativa, a Charles Philipon, hombre exigente para el cual trabajaban los mejores dibujantes y grabadores de París, e inmediatamente lo contrató. La maestría y el talento del adolescente adquirió pronto extraordinaria fama.

La gran desilusión de su vida fue el poco interés que concedieron a su pintura. El dibujante, que alcanzó en vida, como ilustrador, éxitos. universales, confesaba: "Yo soy mi propio rival, debo borrar al ilustrador a fin de que no se hable de mí nada más que como pintor". Pero este deseo suyo no se cumplió.

Jean-Charles Davillier y Gustavo Doré fallecieron el mismo año, en 1883, y ahora se cumple el primer centenario de la muerte de estos dos grandes amigos de España.

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