Seguridad ciudadana y derechos fundamentales
LA PRESENTACIÓN de la memoria anual de la Fiscalía General del Estado y la reunión en Madrid de gobernadores civiles y altos cargos del Ministerio del Interior para estudiar un plan de seguridad ciudadana han concedido especial importancia al crecimiento de la delincuencia ordinaria y a la amenaza permanente de los crímenes perpetrados por bandas terroristas. La comunicación del Poder Ejecutivo que servirá de base al debate en el Pleno del Congreso fijado para el próximo día 20 señala también que "la delincuencia y el terrorismo siguen siendo uno de los grandes problemas de nuestra sociedad y motivo de constante y grave preocupación del Gobierno". La necesidad de mejorar los mecanismos policiales y judiciales que garanticen la seguridad ciudadana es plenamente aceptada por los medios oficiales, sensibilizados ante la nueva espiral de violencia de ETA (reiniciada con el atentado contra los cuarteles de la Policía Nacional en San Sebastián y el repugnante crimen de Urnieta), el incremento de robos con homicidio (anteayer fue asesinado un comerciante en el barrio madrileño de Usera) y la proliferación de infracciones penales de todo tipo.El resumen expuesto por Luis Burón Barba dio cuenta del espectacular aumento durante 1982 de los delitos contra la propiedad. En la reunión con los gobernadores civiles, el director de la Seguridad del Estado correlacionó esas alarmantes cifras con el incremento del paro y del tráfico de drogas. Aunque todavía no existe información estadística precisa sobre los porcentajes de aumento de la actividad criminal tras las reformas del Código Penal y de la ley de Enjuiciamiento, aprobadas por las Cortes Generales en el segundo trimestre de 1983, los datos disponibles apuntan una escalada delictiva durante los últimos meses. En Cualquier caso, el fiscal general del Estado ha recomendado que la preocupación ante las infracciones penales no sea confundida con el pánico, mientras que Rafael Vera ha señalado, que la sensación de inseguridad no siempre se corresponde con la realidad de los hechos. El amarillismo informativo está contribuyendo peligrosamente a la exacerbación de esa psicosis de inseguridad. Las irresponsables incitaciones a sustituir el Código Penal y la justicia de los tribunales por variantes castizas de la ley de Lynch pueden degradar irreparablemente la conciencia cívica de los españoles y alentar el desbridamiento de las más bajas pasiones.
Nadie puede albergar la menor duda sobre la necesidad de garantizar al máximo la seguridad de los ciudadanos, esto es, de proteger el ejercicio y el disfrute de los derechos y de las libertades reconocidos como fundamentales por la Constitución. La vida, la libertad y la propiedad figuran en el catálogo de bienes constitucionalmente amparados en el mundo democrático occidental después de las revoluciones norteamericana y francesa. Una de las funciones primordiales del aparato del Estado es precisamente asegurar, mediante la policía y la administración de la justicia, que esas exigencias ciudadanas sean satisfechas. Ahora bien, el sereno conocimiento de las causas objetivas que alimentan las bolsas de marginalidad de la delincuencia habitual, por un lado, y el incondicional reconocimiento por la conciencia civilizada de la existencia de derechos humanos universales, por otro, deberían impedir que las ordalías tribales y las operaciones bien pensantes de blanqueo de las responsabilidades colectivas desembocasen en linchamientos materiales o morales y en la negación de la condición humana de los infractores de la legalidad penal.
La defensa de la seguridad ciudadana no es incompatible ni con la tentativa de establecer la etiología de la delincuencia, tarea que corresponde a criminólogos, sociólogos, psicólogos sociales y psiquiatras, ni con la afirmación de que también los delincuentes, incluidos los más peligrosos criminales, son titulares de derechos fundamentales básicos. Aunque esta posición esté condenada a la impopularidad, un Gobierno democrático no debe abdicar en cuestiones de principios ni aplicar regateos cuantitativos a planteamientos cualitativos. Al poder del Estado le corresponde, por supuesto, frenar o invertir la oleda de robos y de crímenes que azota a la sociedad española, pero también le incumbe estudiar el papel que desempeñan en el agravamiento de la delincuencia juvenil el desempleo generalizado, la inhospitalidad de las grandes ciudades, las carencias educativas y el espectacular fracaso de los reformatorios penitenciarios,y aplicar los correspondientes planes preventivos.
Digamos, finalmente, que las reformas del ministro Ledesma no han hecho sino desarrollar los mandatos contenidos en la Constitución, tan elogiada de labios hacia afuera por quienes incitan a su incumplimiento, y situar a la Administración de justicia y a la sociedad española frente a sus propias responsabilidades. La presunción de inocencia es incompatible con las prisiones preventivas indefinidas; y la Constitución garantiza a todos los españoles "un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías". Pero, de llevar hasta sus consecuencias lógicas las farisaicas críticas dirigidas contra el ministro Ledesma, el único procedimiento válido para garantizar la seguridad ciudadana sería no sólo encerrar en prisión provisional indefinida a cualquier delincuente sino también condenar a cadena perpetua a los reincidentes, serios candidatos a delinquir de nuevo una vez cumplida la pena temporal de privación de libertad que les haya impuesto por sentencia firme un tribunal.
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