Reflejos
Aquel obrero en paro que la crisis había convertido en un mendigo no salía de su asombro al ver que el público le echaba tantas monedas y nunca entendió el motivo de su éxito comercial, aunque la gran recaudación sólo se producía durante una hora, de 6 a 7 de la tarde. Estaba sentado en una acera muy concurrida frente a un escaparate de televisores, y allí se exhibía a la caridad todo el día con los arreos de trabajo: un niño anestesiado en brazos, una manta para la colecta, el ceño sumido en los harapos del vientre y un cartón escrito con caracteres de alquitrán con la explicación de su desgracia, que nadie leía. Esta clase de seres con la mano alargada forma parte del paisaje de la ciudad, y la gente tal vez percibe algo caliente dentro de esos bultos callejeros, pero nunca les mira directamente a la cara.A estas alturas comienza a cundir la sospecha de que la realidad sólo es un vídeo o una oferta en diferido a través de signos y contextos. La vida no existe de modo objetivo. Se ofrece como una apariencia intangible de reflejos, y el caso de este mendigo podría servir de ejemplo en un curso acelerado de fenomenología. El tipo se hallaba, de un modo sustancial, tirado al pie de una acacia pidiendo limosna entre las patas anónimas de los transeúntes, y en toda la jornada ningún cristiano osaba echarle un duro, pero a sus espaldas, en aquel escaparate, había 20 televisores y el dueño de la tienda tenía la costumbre de conectarlos -de 6 a 7 de la tarde- a un circuito de vídeo enfocado a la calle, que grababa y al mismo tiempo transmitía la imagen de cuantos se acercaban a la cristalera. Un pequeño gentío se adensaba allí para contemplarse en los múltiples aparatos gesticulando como los tontos de córner. Estos espectadores también veían en el televisor al mendigo de la acera que no habían descubierto a su lado en carne mortal. Durante esa hora de emisíón, mientras sólo era un ente televisivo, este pordiosero adquiría su única existencia. La gente lo visualizaba en la pantalla. Luego volvía la cabeza y lo encontraba objetivamente con el brazo extendido. ¡Es él! ¡Es él! Sólo entonces, movido por la imagen, todo el mundo enloquecía y comenzaba a echarle billetes, y así hasta que el tendero apagaba el cacharro y la realidad se desvanecía.
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