Sobre el caos judicial
Pudo ser durante el cotidiano paseo matutino para comprobar el estado del césped en Hyde Park. O al degustar el té de las cinco. O mientras paladeaba el whisky de las siete. Evidentemente, ocurrió en una circunstancia importante en la vida del canciller lord Lindshurts.Rebosante de sabiduría y de humor, este inteligente súbdito del Reino Unido manifestó una afortunada clasificación sobre las cualidades ideales de los integrantes de la judicatura. Un día, dijo:
-El juez, ante todo, debe ser honesto; ha de poseer una razonable dosis de habilidad; a ello ha de unir comprensión y humanidad, y ser un caballero. Si añade alguna noción de Derecho, le será muy útil.
La magistral exposición obra en todas las antologías relacionadas con el campo de la justicia.
No hay constancia de que lord Lindshurts hiciera alusiones acerca de los módulos idóneos para la selección de los miembros del poder judicial. Sería interesante conocer sus opiniones de una sistemática en donde la Administración de justicia se nutre exclusivamente con oposito res victoriosos; acaso, para la mencionada coyuntura, sus palabras compondrían la oración siguiente:
La ciencia extrínseca al opositor de un programa de 500 temas se diluirá con el tiempo. Cuando implacablemente las inútiles teorías adquiridas por las miles de horas de estudio se borren de su mente, si es honesto, hábil, comprensivo y humano, amén de caballero, estará en condiciones de ser un buen juez.
Claro que si lord Lindshurts supiera de aquel examinando -pícnico, gafas de concha, escaso de seso o, más bien, burro, con perdón, y absurdo personaje- de las oposiciones de ingreso en la escuela judicial española, quien, dotado de una increíble memoria fotográfica, recitaba el texto del venerable profesor Castán con absoluta fidelidad a la letra impresa, inclusive leal a las erratas -ley Rutinaria por ley Rituaria-, con verba monótona a modo del sonido de un gramófono de manivela, verificando un movimiento con la cabeza, de derecha a izquierda, cada dos minutos, en señal evidente de que pasaba la hoja del libro incrustado en su cerebro...; o de aquel otro -leptosomático, miope de lentillas, exuberante de narcisismo y risible individuo- que, después de tornar posesión de su primer destino, y hasta un certero toque de atención del presidente de la Audiencia, iba todas las tardes al café adornado con la toga y el bastón de mando, ajeno a las miradas atónitas de los justiciables y sin captar la iriotivación de la rápida huida de las autoridades -el alcalde, el cura, el teniente de la Guardia Civil y el secretario municipal- ante la arribada de su señoría a la mesa donde éstos jugaban la habitual partida de tute... Quizá, con la sapiencia de los comentados episodios, lord Lindshurts tornaría su flema inglesa por un casticismo inédito; seguramente, de su boca saldrían las siguientes palabras:
-¡Apaga y vámonos!
Si, de la misma manera, llegara a los oídos del lord canciller un dicho, fruto de ancestrales vivencias, pergeñado en los pueblos cabeceras de partido judicial en nuestro país -cuyas gentes, sabias y sufridas, maldicen con sorna y causa justificada, en irónica alusión a los peligros originados por las catástrofes imprevisibles-, mister Lindshurts, al ser enterado del proverbio -ése que iguala los temores al corregidor principiante y al ayuntamiento con la fámula- nos sorprendería con la grandeza de una imaginación fértil en la elaboración de sentencias lógicas.
Burla burlando, está lo relatado en conexión con la existencia de algunos productos inefables del régimen de oposiciones. Y, rizando el rizo, pone el dedo en la llaga de un estado acuciante: el caos de la Administración de justicia aquí y ahora.
Pésima situación
El ciudadano contempla estupefacto o alucinado la pésima situación y siente en su propia carne el hecho perceptible de la omisión de remedios a la absurda problemática.Sin embargo, aparte de otras medidas, cabe solucionar el detrimento aplicando una regla aritmética: la multiplicación. Simplemente multiplicando por dos el número de jueces existente, casi todo tendría arreglo. Se facilitaría así la inmediación judicial, el acercamiento de la justicia al justiciable, el correcto reparto de los asuntos a dilucidar y la supresión de las enojosas demoras.
Es natural que surja la interrogante: ¿en dónde se puede encontrar un filón de jueces?
Si pensamos que la judicatura no es, y no debe ser, una casta o un coto cerrado, pues no en vano el fundamento de poder judicial se asienta en el pueblo; si apreciamos que con el plan de las oposiciones -válido para determinar la sapiencia memorística, mas siempre una incógnita en orden a la calidad humana y práctica de los admitidos- no es matemáticamente factible cubrir las plazas necesarias; si tenemos en estimación el prestigio de tantos abogados con el bagaje de sus nutridas decencia y experiencia, que accederían gustosos al arbitraje público por el honor inherente a la función jurisdiccional, aportando una óptica en la aplicación del Derecho que falta lógicamente en los jueces recién salidos de la oposición... En fin, con el análisis de estas razones, la respuesta vendrá por añadidura: búsquense métodos selectivos acordes con la realidad sociojurídica del momento y complétese el poder judicial con otros miembros distintos de los que ahora integran sus bases.
Las villas y las ciudades desean jueces, muchos jueces y buenos jueces; e imagino que si los juzgadores son honestos, hábiles, comprensivos, humanos, caballeros y con nociones de Derecho, los ciudadanos no harán ascos a su procedencia.
A ver si, al comprobar la resultancia de la mixtura de los opositores y los abogados en el poder judicial de nuestra patria, aquel que actualmente hace las veces en el mundo de lord Lindshurts dice algo bonito para la eternidad.
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