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Por una política desencantada

La antinomia fundamental que parece haber introducido en la práctica política la muerte del marxismo como utopía unitaria se diría que es ésta: por una parte, la movilización social parece exigir el mito, la fusión ideológica de conflictos y contradicciones esencialmente distintos. Por otra parte, las teorías de la política que manejamos (ya en un horizonte posmarxista) no nos permiten engañarnos sobre ese carácter mítico e ideológico de los mecanismos de movilización ni nos permiten hacernos ilusiones sobre la racionalidad de la utopía. Cien años después de Marx, el comunismo como sueño creíble se ha esfumado, incluso si -y esto es lo paradójico- nadie tiene razones para rechazarlo como un sueño imposible.La única mediación posible de esta contradicción es admitir una doble realidad de la política. Por un lado, los movimientos sociales, especialmente en su fase preinstitucional, como expresión inmediata de deseos y necesidades, de sueños sociales y aspiraciones colectivas. A este nivel no existe el compromiso, los valores son absolutos, la realidad social no tiene claroscuros. Y sólo a este nivel es posible la movilización, el compromiso irracional que lleva a unas personas a echarse a la calle con riesgo físico, a sacrificar su tiempo libre, su bienestar económico e incluso su vida privada por un ideal que casi nunca puede realizarse, al menos en los términos que el movimiento propone.

Y por otro lado, tendríamos una política desencantada, que sabría de la necesidad el compromiso, de la negociación, del recorte y del establecimiento de prioridades. A este nivel se tomarían las decisiones, se sintetizarían las aspiraciones sociales, tratando de llegar al resultado menos malo posible. Aquí estarían los tecnócratas, los expertos en opinión pública, los fontaneros y los políticos profesionales. Y, por consiguiente, los funcionarios de carrera, los arribistas aficionados y, con toda probabilidad, algunos timadores hábiles.

Ahora bien, si aceptamos que esta doble realidad de la política es insoslayable, que el feminismo necesita un Parlamento y unas leyes para cambiar la sociedad y que el pacifismo sólo nos llevará a alguna parte si nos lleva al diseño de una política exterior distinta desde el Estado, la conclusión terrible es que tenemos que aprender a convivir con idealistas utópicos -un poco tediosos, como todos los iluminados- y con burócratas profesionales -un poco miopes y casposos, ya lo sean del Estado o de los partidos-, que deberemos aprender a ser, en parte, creyentes en la magia -en cuanto nos tomemos en serio las reivindicaciones de los movimientos- y desencantados defensores de la eficacia -en cuanto estemos de acuerdo en que es nuestra vida y nuestro mundo lo que está en juego en la política cotidiana-.

Esto tendría consecuencias generales. Quien reconozca esta doble cara de la política deberá estar loco si apuesta por aquella forma de militancia enajenada que fue común en los últimos años sesenta y primeros setenta, si renuncia a la vida privada, a leer, ir al cine, tener hijos y tomar copas. Pero tendrá que ser un

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Por una política desencantada

Viene de la página 11 poco inconsciente si deja la política en manos de los políticos, si renuncia a hacer política en horas libres, más o menos regularmente, en último término, como una faceta más de la vida diaria, junto con las novelas, el cine y todo lo demás.

Para los llamados intelectuales, en todo caso, la cosa se presenta más excitante si no se cae en la tentación de conseguir una popularidad fácil. Un intelectual puede vender su alma al diablo y dedicar lo mejor de su tiempo a aparecer en televisión hablando de algún movimiento social más o menos de moda y subrayando su insobornable componente utópico. O puede vender su alma al Estado y convertirse en funcionario maquillador de la política del Gobierno. Pero hay más posibilidades. Se puede intentar defender el realismo y el principio de eficacia en los movimientos sociales, y los principios morales y las visiones utópicas ante el aparato del Estado. Se puede intentar, para entendemos, llevar la contraria de forma sistemática, coherente y buscando siempre esa síntesis, reconocidamente imposible, entre ética y política, entre la utopía y la eficacia.

Pero si se opta por esta posibilidad hay varias condiciones muy estrictas que deben observarse.

La primera es conservar el sentido del humor y no creerse nunca las afirmaciones descabelladas que se han hecho sobre el intelectual como conciencia crítica de la sociedad y todas esas cosas. si se corre el riesgo de caer en la solemnidad es mejor recordar que, a fin de cuentas, un intelectual es siempre un bufón, un crítico al que se mantiene porque dice impertinencias a sueldo y sabe pasar a limpio los documentos.

La segunda condición es más difícil de observar. Si el sentido del humor amenaza con convertirse en cinismo hay que recordar que la eficacia que justifica el segundo nivel de la política es la, eficacia al servicio de los intereses generales. Terminados los ejercicios de provocación, abandonado ya el uniforme del bufón, el aspirante a intelectual de pro debería tomarse a sí mismo mortalmente en serio y preguntarse si ya se ha convertido de forma irreparable en un imbécil o si aún puede mantener su esquizofrenia con dignidad. No deja de ser un ejercicio apasionante para practicarlo a diario.

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