Sobre la vida y la muerte
La balada de Narayama
Al cumplir los 70 años, los ancianos de esta pequeña aldea japonesa deben refugiarse en el monte Narayama y aguardar, entre cuervos, el final de sus días. No importa que conserven sus energías o que amen su vida. La ley o la costumbre los mentaliza para dicha desaparición: a su edad sólo son una boca más que alimentar y la pobreza de todo el poblado no permite excesos. Por la misma razón, los ladrones de comida son enterrados vivos, las niñas que sobran se venden y los hijos segundos no pueden casarse, aunque son ayudados en su búsqueda de pareja para que su desazón no reduzca la imprescindible cosecha del año.La vida, pues, tiene una lógica elemental y aplastante, similar la de los hombres a la de cuantos animales habitan la zona. A lo largo de las dos horas de proyección, La balada de Narayama replica con un documento de la vida animal cada parcela de la de sus protagonistas humanos. Para todos existe la misma necesidad de sobrevivir a cualquier precio, todos coinciden en su búsqueda de sexo y comida. Los sentimientos quedan aparcados como posible privilegio de los jóvenes, pero tampoco se respetan si ponen en peligro el orden que debe reinar en tan pobre comunidad.
Guión y dirección: Shohei Imamura, según dos novelas de Schichiro Fukazawa
Fotografía: Masao Tochizawa. Música: Shinichiro Ikebe. Intérpretes: Ken Ogata, Sumiko Sakamoto, Ronpei Hidari, Takejo Aki, Seiji Kurasaki. Drama. Japonesa, 1983.Local de estreno: Alphaville.
Duro y sorprendente
Como se ve, La balada de Narayama es un filme duro y sorprendente que aunque no contenga consignas morales en primer término ni pretenda mostrar el ideario del director, deja un inquietante poso para la reflexión: la brutalidad de los habitantes de Narayama no es realmente distinta a la de los civilizados hombres de nuestros días: cada niño que nace sigue significando un anciano menos.El lento ritmo narrativo que va perfilando personajes y actitudes; las abundantes escenas de amor entre hombres, animales o todos a la vez; ese sorprendente clima familiar de los campesinos que luchan con violencia por unas simples patatas; la risa y lo pícaro que se alternan con la tragedia de cada día, y sobre todo el espléndido trabajo de interpretación, especialmente en Sumiko Sakamoto, que encarna a la vieja abuela, son valores de este raro filme que nos llega un año después de que obtuviera la Palma de Oro del Festival de Cannes, premio que, en cualquier caso, sorprendió a los asistentes, que lo habían considerado por encima de El Sur, de Víctor Erice, Carmen, de Carlos Saura, Historia de Piera, de Marco Ferreri, El dinero, de Bresson o Nostalghia, de Tarkovski.
La belleza de sus imágenes y la originalidad de su planteamiento son aspectos que hoy, sin afanes comparativos, destacan con claridad, emocionando o seduciendo, al menos, con facilidad a los espectadores.
Babelia
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