Campos de concentración (insistencia y olvido)
Con el viaje polémico de Reagan a Alemania volvió a surgir en el aire de la noticia el recuerdo de los campos de exterminio. Aparecen de nuevo las fotos tristemente familiares de los cuerpos escuálidos, de los pálidos rostros bajo el gorro a rayas, sobre el uniforme a rayas, esas rayas que han sido siempre el símbolo de la cárcel como si las hubiera grabado el fuerte sol, a través de los barrotes de las rejas, sobre la piel del recluso.Volvió el recuerdo y con él la polémica. ¿Hay que ir a visitarlos? ¿Todavía? ¿Ya no? Hay que tapar ese agujero de nuestra historia para que no nos siga llegando el "punzante mal olor" del mendigo de Espronceda? ¿Para qué renovar viejas heridas?, dicen unos. ¿Para qué ocultarlas cuando para muchos todavía no han sido descubiertas?, contestan otros.
Me temo que esto último sea cierto. Hace unos días, y con motivo de la visita del presidente norteamericano a BergenBelsen, leí en El Alcázar un artículo estremecedor sobre ese campo de concentración. Pero lo estremecedor en este caso no era la larga serie de horrores que tan bien conocemos por haberlos leído tantas veces. Lo estremecedor era que el autor (un doctor alemán) aseguraba que en ese campo no había ocurrido nada de lo que dijo la propaganda aliada al fin de la guerra. Que él visitó constantemente el recinto durante la II Guerra Mundial y comprobó personalmente las óptimas relaciones entre la población reclusa y las SS que lo custodiaban. Que oía a menudo desde fuera cánticos y bromas de juegos infantiles y que, en fin, si pudo hablarse de muertos al terminar la contienda se debe sencillamente a enfermedades como el tifus, que asoló el campo por la promiscuidad debido al número excesivo de prisioneros, algo protestada constantemente por su jefe ante las autoridades superiores. Jefe que, por cierto, anota el articulista, fue ejecutado después de la liberación por los aliados en un proceso "altamente irregular".
No conozco el campo de Bergen-Belsen, pero sí el de Auschwitz, del que también se dijo que se había exagerado en su descripción mortífera. He visto el lugar donde morían lentamente -vivir es un verbo altamente optimista- míles de presos. He visto en una vitrina centenares de maletas con el nombre y procedencia, varias clases de etiquetas escritas cuidadosamente por los ingresados porque iban a necesitarlas muy pronto para volver a casa "cuando se arreglasen las cosas". He visto en otra vitrina miles y miles de extraños y retorcidos gusanos metálicos: eran armaduras de gafas que ya no iban a apoyarse en soporte alguno. Los cristales ya estaban sirviendo a otros ojos, esta vez de alemanes arios, los mismos que utilizaban las mantas fabricadas en el campo con cabellos humanos, preferentemente femeninos; he visto los pellets, o pastillas de veneno Cyklon 2, que se dejaba caer por las duchas, ese lugar donde entraban alborozados los reclusos con la ilusión de quitarse temporalmente la mugre y el hedor acumulados en el encierro; he visto las fotografías de los prisioneros encajados de tres en tres en cada litera hecha para uno; he leído el relato de los prisioneros cuya misión consistía en arrancar el oro de las bocas muertas, los testimonios de los presos que transportaban los cadáveres a los crematorios, el de las experiencias que realizaba allí el doctor Mengele...
He leído otros testimonios espeluznantes, como el del autor de El muro, residente del gueto de Varsovia, contando la selección natural con que los jefes nazis elegían a los seres capaces de trabajar en provecho del III Reich y, por tanto, con derecho a vivir, y los que, por mujer, niño, viejo o enfermo, no merecían ocupar un espacio ni seguir comiendo. Y mencionaba al fuerte trabajador que intentaba llevarse a su destino a su hijo pequeño atado y amordazado para que no hiciera ruido dentro de una vieja maleta, niño que, descubierto, pasó a los brazos amorosos de una mujer joven para acompañarla a la muerte. Y de la forma que marcaron los internos de un campo los vagones de los trenes que decían llevaban a los voluntarios a trabajar en las fortificaciones del frente, para descubrir que regresaban demasiado pronto para haber ido tan lejos, pero que volvían con el tiempo justo para haber realizado el viaje de ida y vuelta al campo de exterminio más próximo.
Gritan los judíos de todo el Miundo cada vez que alguien tiende a ocultar el holocausto, y, sin embargo, hay otros muchos grupos sociales y raciales que podrían gritar con la misma razón. En los campos murieron judíos, pero también murieron gitanos, delincuentes comunes, sectas protestantes enemigas del nazismo, católicos, homosexuales, especialmente todos los que los alemanes de Hitler, el herrenvolk, o pueblo de señores, llamaba despectivamente untermensch, o infrahombres, y que, por tanto, no tenían ningún derecho a la vida. Murieron también en ellos miles de prisioneros soviéticos víctimas de las primeras victorias que ellos creían definitivas en el frente del Este.
Bergen-Belsen, Buchenwald, Dachau, Auschwitz... siguen ahí para quien quiera verlos, honrada y sinceramente, sin velos de prejuicios en los ojos. El mismo pueblo alemán, por boca de su presidente, ha reconocido hace poco esa tremenda culpa colectiva. Pero como pasó en la I Guerra Mundial y en la II Guerra Mundial, todavía queda en España quien sigue creyendo que se trata de una gran mentira de la propaganda sionista y demócrata del mundo. Lo de "más papista que el Papa" o más germanófilo que los alemanes sólo puede darse en un país tan ciego y apasionado como el nuestro.
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