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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La nueva etapa de Perú

POR PRIMERA vez en 40 años, un presidente democráticamente elegido -Belaúnde Terry, de la conservadora Acción Popular- termina su mandato y entrega el Gobierno a su sucesor con arreglo a las normas constitucionales. Es la primera buena nueva de los actos de transmisión presidencial del domingo. La segunda es que por primera vez desde su fundación, hace 60 años, la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) llega al Gobierno, tras toda la historia de frustración, exilio, asilos y persecuciones que sufriera su extinto fundador, Víctor Haya de la Torre. Por incierta que resulte, no cabe duda de que una nueva etapa se abre para Perú y acaso para Suramérica.La Administración conservadora del presidente Belaúnde ha supuesto para su país la inviabilidad de una derecha bien pensante y que ha demostrado su inutilidad para afrontar los graves problemas de la nación. Cabe rescatar del período presidencial que ayer acabó el respeto por la Constitución y por las libertades públicas -particularmente, por libertades informativas-, de las que Belaúnde, sean cuales fueren sus errores, es un convencido defensor. Algún día la historia recordará cómo el mayor mérito de Belaúnde -que sufrió la experiencia del derrocamiento- reside en haber sabido llegar a este momento de entregar la presidencia a un sucesor elegido democráticamente.

Por lo demás, el nuevo y joven Gobierno aprista afronta los problemas estructurales y acumulativos propios de América del Sur: endeudamiento astronómico, corrupción administrativa, miseria generalizada, dependencia económica agravada por la crisis internacional, terrorismo y narcotráfico. Para solventar estós problemas -a los que cabría añadir la tortuosidad de la geografía y lo intrincado de las etnias y los lenguajes-, Perú ya tuvo la experiencia de una revolución nacionalista como la de Velasco Alvarado, cortada de raíz por los propios militares.

Alan García ofrece una revolución democrática para Perú nada maximalista y que se correspondería casi exactamente con los programas de cualquier socialdemocracia europea: saneamiento de los negocios, de la Administración pública, reforma de las leyes para aliviar a la población penitenciaria más desposeída, control estatal del movimiento financiero privado, exigencia en el cobro de los impuestos, eficacia en la seguridad ciudadana, desterramiento del terrorismo, potenciación de los sectores productivos de la economía en detrimento de la mera especulación, americanismo y solidaridad continental, como añadido propio a lo que debe ser el aprismo.

El de Alan García debería ser un programa de libro para los que se deberían suponer son los intereses políticos occidentales en América del Sur. Del mensaje de Alan García a su pueblo sólo se desprende que lo que es bueno para los países desarrollados de Occidente también es bueno para Perú y para sus países hermanos y vecinos.

Si se le ayuda a fracasar -y no faltarán motivaciones económicas internacionales para hacerlo-, se alimentarán las razones del terrorismo peruano y de anchas bases de la población del país, que estiman que la democracia burguesa está extinguida, que nada cabe negociar y que sólo resta el camino de la dinamitación de unas estructuras económicas y sociales obsoletas.

Aunque sólo fuera por curiosidad histórica, habría que permitir que los apristas desarrollaran sus elementales y a la postre suaves principios revolucionarios. El hipotético fracaso de Alan García y su Gobierno, por impotencia manifiesta o inducida, precipitará a Perú en abismos insondables de desocupación social. Alan García y el APRA, con su juventud o su prepotencia moral, o su dureza ideológica y verbal, son el último tren y la última estación para mantener a Perú en los carriles de lo que se entiende por una democracia occidental.

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