Alabama, el otro 'apartheid'
En aquel tiempo -años cincuenta- era lo mismo que el África del Sur hoy: segregación absoluta de razas en la calle, en los establecimientos públicos, en los espectáculos incluso realizados al aire libre, en parques y playas, y, sobre todo, en los servicios sanitarios, lugar donde, al parecer, más urgente resulta para los racistas la separación. Yo he visto en la estación de autobuses de Alabama dos inscripciones para dos lavabos distintos: "Señoras blancas" "Mujeres negras", es decir, además de injusto, gratuitamente ofensivo. Como lo era el uso de llamar a las negras, no importaba su edad, siempre girl (chica), y boy al negro, aunque peinara canas. (En el doblaje español de las películas que intentan reflejar esa época se pierde el matiz humillante, por mucho que el actor hispano dé énfasis al sustantivo.)En los autobuses la gente de color subía por la misma puerta que la blanca y pagaba lo mismo, pero esa igualdad desaparecía al intentar sentarse, porque el de la piel oscura tenía que ir forzosamente a la parte trasera del vehículo, mientras que los agraciados por la naturaleza con una apariencia clara lo hacían en los asientos delanteros. Y justamente allí, en esa pequeña humillación que no podía compararse en importancia a la violencia constante de los blancos -1952 fue el primer año en que no hubo un linchamiento en la historia de EE UU-, justamente allí empezó el proceso que iba a cambiar el sistema sureño de discriminación racial. Yo estaba por aquel entonces dando unas conferencias en la universidad de Alabama y mis amigos blancos no salían de su asombro... "¿Sabe lo que ha pasado?". Era para no creérselo: una negra había subido al autobús y..., como contó luego públicamente la protagonista, Rosa Parks, no tenía el menor deseo de ser mártir de cualquier causa, de convertirse en la Juana de Arco oscura del Sur norteamericano. Sencillamente, estaba cansada de trabajar, le dolían los pies, y después de pagar su billete se sentó en el primer asiento que encontró vacío, porque detrás estaba todo ocupado. El conductor la miró severamente por el retrovisor: "¡Atrás!". En cualquier otra ocasión ella lo hubiera hecho sin vacilar, así de programada estaba por la costumbre. Pero aquel día algo se le rebeló dentro y dijo: "No". "¿Cómo que no?". "No". Gritos del conductor, escándalo de los viajeros blancos, temor y admiración en los negros agolpados en el fondo del autobús y que no podían dar crédito a sus ojos ni a sus oídos. Insistió el conductor, rehusó ella, llegó la policía, la advirtieron, la insultaron, la amenazaron. Por fin se la llevaron presa, y el autobús emprendió la marcha entre los comentarios de los testigos blancos y el silencio de los testigos negros.
El autobús emprendió la marcha, pero la sociedad de Alabama ya no pudo hacerlo al mismo ritmo de como había ido hasta entonces. Porque multiplicando las llamadas telefónicas, pasándose la voz en las parroquias donde se reunían, los negros de Montgomery tomaron una decisión increíble para aquella latitud y aquella época. No subirían al autobús hasta que la discriminación dejara de existir.
Risas entre los burgueses... ¿Y cómo van a ir al trabajo? Pues fueron. Yo los vi en los días siguientes caminando por las carreteras, por los caminos, por las aceras; algo insólito en el país más motorizado del mundo. Los autobuses vacíos pasaban lentamente junto a ellos con las puertas abiertas, invitándolos a subir, pero era inútil. Apenas los miraban. La ciudad se alarmó y las autoridades tomaron medidas restrictivas de ese movimiento anárquico. Presencié varios casos en los que la policía arrestaba a grupos de negros, asegurando que interrumpían el tráfico o de tenían coches, sacando a relucir viejas y olvidadas reglas municipales que limitaban el número de viajeros que podían transportar. (No hay que decir que eso sólo ocurría cuando los pasajeros eran de color.) Las cárceles se llenaban, pero, lógicamente, las acusaciones no tenían peso bastante para mantenerlos allí largo tiempo, y cuando los soltaban, los negros volvían a caminar. La huelga de Montgomery pasé de asunto lo cal a las primeras páginas de los periódicos nacionales, como el The New York Times o el Chicado Tribune, periódicos que unían su influencia a características liberales y que no sólo informaron del hecho al país y al mundo, sino que condenaron el sistema que lo había hecho posible.
Los sudistas son gente testaruda, convencida en aquel tiempo de que la segregación era una ley divina, por lo que se mantuvieron ternes contra las pérdidas económicas en el interior y la indignación del exterior. Pero los negros son todavía más tercos y su esfuerzo consiguió que finalmente, en diciembre de 1956, casi un año después, el Tribunal Supremo de EE UU declarara inconstitucional la segregación, ante lo que la Compañía de Transportes Urbanos declaró que cualquier individuo que pagase su billete podría sentarse donde gustara.
Habían ganado y, sin embargo... Al día siguiente tomé un autocar en Montgomery, la famosa línea Greyhound..., y los negros seguían en las últimas filas. Por casualidad yo iba en la última hilera blanca y a mi lado quedaba un asiento vacío que ofrecí con el gesto a un sargento de color que iba de pie en el pasillo. Me miró agradecido, pero no se movió; sólo al insistir lo ocupó, pero con el gesto tímido de quien sabe que está donde no debe, el torso rígido, apenas apoyado en la butaca. Y cuando quedó un sitio libre en el fondo se apresuró a cambiarse. Eran muchos años de saber dónde podía y dónde no podía situarse, muchos años que un decreto no podía cambiar.
Hoy, mucho tiempo después, la situación sí ha cambiado totalmente. La gente blanca puede seguir sintiendo en el fondo de su corazón el mismo desprecio de antes por los negros, pero al menos no lo manifiesta en letreros insultantes en lavabos o cafeterías ni en la prohibición de entrar en las universidades. El apartheid de Alabama y demás Estados del Sur ha terminado, lo que para quien fue testigo de cómo actuaba representa una cierta esperanza para el porvenir del país que hoy ocupa los titulares. Si el sentido común se impuso en América del Norte, ¿por qué no va a funcionar en África del Sur?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.