El romanticismo que surgió de la metrópoli
De Nueva York nos llega la noticia de que los poetas románticos están de moda. ¡Buena la han hecho los promotores de la noticia! Pronto la bola de nieve de lo que está de moda comenzará a rodar, y enseguida, gracias al magnificado eco de la metrópoli, el término romántico habrá pasado de ser un irónico insulto o un sobado cliché coloquial a lo que todo el mundo debe leer para no quedar mal en las conversaciones con los amigos epidérmicamente progresistas.Siempre que oigo que vuelve el romanticismo mi memoria vuela unas décadas atrás, cuando recibir, por ejemplo, de la crítica literaria el calificativo de romántico era todo un baldón. El término romántico, utilizado como calificativo o en su forma sustantiva, siempre llevaba una sobrecarga de censura y desprecio. Hacían furor a un tiempo el realismo artístico y las vanguardias, y difícilmente cabían otras opciones. Se decía que la creación artística era más libre que nunca, pero no siempre se podía expresar lo que interiormente se sentía o ser fieles a una tradición válida y fértil.
Lo cierto es que el indudable resurgimiento de lo romántico responde a unas causas justificadísimas y que arriba ya hemos dejado esbozadas: de un lado, el agotamiento del social-realismo artístico, y del otro -¡quién lo diría!-, la crisis de su díscola opositora, la vanguardia (o, para ser más preciso, la crisis de la idea que algunos tienen de las vanguardias). A lo largo de todo el siglo, éstas han sido las dos grandes posiciones a idolatrar. El realismo social -cuando la realidad se ha convertido en una especie de alocado y envenenado avispero- nos habla de una realidad que ya no es la mejor.
Más inexplicable (y quizá grave) es la crisis de la panacea vanguardista. El espectáculo ha sido especialmente sorprendente en el terreno de las artes plásticas. No se trata, claro está, de poner en duda los buenos logros de: lo abstracto, pero no era justo que hasta no hace mucho se nos sugiriera dogmáticamente, que "todo aquello que no es vanguardia no es arte". Con fáciles y jueguetonas aventuras creativas, algunos pintores medraron con facilidad, pero el número de genios por metro cuadrado llegó a ser tan alto que el panorama comenzó a resquebrajarse. Fue el momento -me refiero ahora en concreto a España- en que todo el país se despertó dándose cuenta de que el pintor más vanguardista podía ser precisamente un hiperrealista, Antonio López, y que lo abstracto por lo abstracto es una forma más de arte reaccionario.
Pero estaba hablando del romanticismo y de los tópicos y clichés que sobre él han caído a lo largo del presente siglo. Tendemos a juzgar al romanticismo por su carga necrófila y plañidera, por la deformación o exasperación de los sentimientos (una serie televisiva de actualidad en estos días insiste, a pesar de su buena realización, en este tono fúnebre). Solemos comúnmente reconocer al romanticismo a través de las versiones española y francesa del mismo. También tendemos a verlo en su escenografía y con sus ropajes, en un momento preciso, como algo que nace revolucionariamente de la nada, como fuego que deslumbra momentáneamente y acaba extinto y ceniciento como un bosque abrasado.
En realidad, el romanticismo no es -en su esencia- sino un eslabón más en el tiempo de un tipo de conocimiento antiquísimo, de una sed de conocimiento absoluto. El movimiento románico vuelve a otorgarle al hombre (y al artista, en particular) el papel que siempre debió tener: el de sintonizador con una realidad total, que no es otra que la realidad universal y, por extensión, la cósmica. Bajo este punto de vista, el romántico -como el místico, como el cosmólogo renacentista, como los presocráticos- vuelve a ser centro del mundo, pero no centro endiosado de ese mundo, sino sólo una pieza imprescindible de la totalidad en la que sentirnos y en la que reflexionamos, en la que respiramos.
La realidad pierde, pues, para el auténtico romántico, todas, sus connotaciones parciales y egocéntricas, y es por esta razón que él acaba siendo el ser más radicalmente fraternal y solidario. Quizá por ello haya sido también el más incomprendido. El romántico siente, reflexiona e investiga en función de esa totalidad a la que, a la larga, nadie puede ser ajeno. De aquí la riqueza en ideas del movimiento, su visión interdisciplinar, el saber que el romanticismo aborda no sólo todos los temas, sino también -como signo de plena garantía- los temas de siempre, los temas que no pasan: la naturaleza, el amor, la muerte, el más allá. Y lo hace a través de arquetipos reales, de fórmulas que son de todos bien conocidas: cada elemento de la naturaleza más inmediata, los ciclos y las estaciones, la noche, los astros, la pura y simple materia.
Antes he hablado de que el romántico también investiga. No en vano en la raíz del movimiento están los filósofos de la naturaleza, tan despreciados por el racionalismo, los físicos románticos. Médicos, ingenieros, geólogos, matemáticos, juristas están en los orígenes de este movimiento tan incomprendido, tan deseoso de llegar a una verdad completa. Será precisamente un magnetizador, Ennemoser, el que luchará por aproximar la medicina y la filosofía natural a las teorías místicas. El romanticismo, como movimiento globalizador, no le da la espalda a la verdadera ciencia; es decir, no a aquella que ha conducido al planeta a un alocado industrialismo contaminador y al aire infectado de radiactividad, sino a la ciencia que desentraña -por medios no artísticos- esa verdad a que antes me refería. Esa misma ciencia humanística que propugnara Einstein y que un romántico, Jean Paul, cifraba en "una comunicación con el infinito".
Pero chiclés, tópicos y deformaciones siguen moviendo montañas. Por eso es normal que se desconozca lo más importante: que en su raíz, el romanticismo es algo equilibrado, armónico, musical, y no desesperado y fatal (Eichendorff, el poeta dichoso, nos habló del "no caos" y de "encantamiento sereno"). También es normal que se hable, dogmatice y desprecie sin comprender; es decir, sin poder sentir, pues hay verdades en el planeta que no se adquieren por vía sistemática, sino por sintonía (no utilizaré otros términos para no ser justa y precipitadamente incomprendido).
En Nueva York hace furor el romanticismo. Corra la bola de la noticia, mercantilícese el fenómeno, recupérense los gloriosos cadáveres, novélense las miserables vidas de quienes en su tiempo se estrellaron contra los dogmas y amaron la infinitud: la belleza y la verdad. Todo sea por la aproximación -ligera, sólo ligera, no pedimos más- a la esencia de un movimiento enriquecedor y excepcional a todas luces; un movimiento que, aunque muchos lo desconozcan, no tuvo nada de nuevo, porque las ansias de verdad y belleza son una antiquísima aspiración del hombre. El romántico lo único que hizo fue llevar ese amor a las más altas esferas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.