La Europa del miedo
Una escena trivial, un día cualquiera, en la terminal de viajeros de Barajas. Los recién desembarcados del avión procedente de Casablanca se aproximan, pasaporte en mano, a las ventanillas de control de la policía. Quien me precede en la cola compendia en su persona los rasgos y características del sujeto de mala pinta: piel morena, pelo ensortijado y, pese a la corrección de su atuendo, un no sé qué que delata su origen modesto. Cuando le llega el turno y tiende el pasaporte al agente, éste recorre con prevención las páginas profusamente estampilladas. "Te gusta España, ¿eh?", dice a media voz, como si hablara consigo mismo. "¿A qué vienes tanto aquí, a ligar?". Mi vecino finge no oírle o simplemente no le entiende. "¿Turista?". "Sí, turista". "Vamos a ver, ¡la pasta, la pasta!". A riesgo de meterme en chilaba de once mil varas, intervengo para aclarar la palabreja: "El policía quiere que le muestre el dinero que lleva encima". "Y tú, ¿quién eres?", me pregunta el agente sin separar la vista del pasaporte, al que no deja de manosear y dar vueltas como si dudara de su autenticidad. "¿Viajas con él?". "¿Quién le ha dado a usted el permiso de tutearme?", le digo. "Que yo sepa, no es usted amigo ni familiar mío". El hombre me examina unos segundos: "Perdóneme, se me ha escapado". Y, tras una breve pausa, esforzándose en parecer amable: "El reglamento, en efecto,' prescribe el uso del usted". "Si el reglamento prescribe esto no veo por qué se ha dirigido usted a este señor de la forma en que lo ha hecho. ¿Lo habría tratado así si hubiera sido norteamericano o alernán?". Ya está: he armado una vez más el fregado mientras mi interlocutor alza la voz y los pasajeros de atrás se impacientan. Discusión, amenazas veladas, intercambio de réplicas en tanto que -el causante involuntario del incidente permanece mudo, enseña su carné de cheques de viaje y se
escabulle asustado cuando el agente estampilla por fin su pasaporte. Había llegado a Madrid en un día soleado, contento de mi visita, y en el espacio de
unos minutos mis buenos sentimientos y disposición de ánimo han dado paso a una cólera sorda y el deseo de tomar el primer avión de regreso. El welcome to Spain me ha jodido el día.
Episodios como el narrado suceden diariamente desde hace años en las fronteras y aeropuertos de nuestro continente, y hasta fecha reciente formaban parte de una realidad más ingrata que amenazante. Mi larga experiencia de viajero, testigo de la discriminación étnica practicada en la mayoría de Estados europeos, me ha procurado espectáculos de todo jaez infinitamente peores que aquél: árabes groseramente insultados, paquistaníes sometidos de modo gratuito a humillantes cacheos, africanos indocumentados arrastrados con esposas al avión que les devolvía a la miseria de la que huyeron, empleados del aeropuerto de Niza arrojando violentamente al suelo, al descargarlas, las maletas de los inmigrados de un vuelo procedente de Argelia. Las cossa podían tomarse, con una dosis de pesimismo desengañado, como expresión de un nacionalismo exarcebado o la creencia en una superioridad inmanente, pero el racismo sectorial y diluido de las pasadas décadas ha cobrado cuerpo en la nuestra: la amenaza inconjurable del paro, crisis económica,, inseguridad urbana, etcétera, angustia a un número creciente de personas de distintos medios sociales y las convierte en juguetes de la demagogia de los traficantes del miedo, ayer Hitler, hoy F. J. Strauss o Jean Marie Le Pen.
Ser árabe en Francia, moro en España, africano en Bélgica, turco en Alemania, significa vivir la pesadilla cotidiana de los controles arbitrarios, afrentas sin motivo, agresividad difusa. Las tribulaciones del músico
marroquí Mohamed El Buzidi en el periplo de una noche madrileña (véase EL PAÍS del 8 de abril de 1987) resultan perfectamente lógicas si en la primera página de un conocido y respetado diario de la ciudad él editorialista afirma lleno de alarma que "se nos mete la morisma en casa" y en la cubierta de un popular semanario aparece una bandera aspañola apuñalada por una daga sarracena con la leyenda en verdad sugestiva de "El islam nos penetra" sin que nadie, que yo sepa, proteste o alce la voz contra semejantes falacias y agravios. Con todo, no obstante los atropell os de que ha sido víctima en los últimos tiempos nuestra comunidad gitana, el proceso de xenófobia que vive España es comparativamente menos grave que el de otros países en donde, como Alemania o Francia, los asesinatos racistas homicidios policiales e incendios criminales de viviendas habitadas por inmigrados son hiel de todos los días.
Leer la prensa europea de las pasadas semanas es internarse en un mundo anacrónico en la medida en que el lector asiste hipnotizado al retorno de una barbarie que creía definitivamente barrida: mientras Le Pen, agitando y barajando con habilidad los espectros del SIDA y la inmigración moteja de sidaicos a los afectados por el síndrome (todo parecido con hebraico es pura coincidencia), propone su envío a sidatorios (la inmediata asociación de ideas con crematorios, ¿sería perversa?), reclama la expulsión de todos los inmigrados de origen no europeo (eso sí, "con elegancia" y "a la francesa"), el mismísimo ministro del Interior, Charles Pasquar, habla de organizar trenes especiales para conducir a la frontera a los extranjeros en
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situación irregular en el momento en que, como han apuntado algunos comentaristas, las incidencias del proceso de Klaus Barbie traen a la memoria la imagen siniestra de los que transportaban a los judíos a las cámaras de gas de Auschwitz. En Alemania, el Gobierno democristiano acaba de publicar una disposición conforme a la cual la policía de fronteras de la República Federal dispondrá de la portentosa facultad de vetar la entrada en el territorio nacional a toda persona sospechosa de ser portadora del virus. Aunque, presionado por la oposición socialdemócrata y los Verdes, ha modificado levemente el texto estableciendo la cláusula de una consulta con los mandos, la arbitrariedad sigue siendo la misma. Si se tiene en cuenta el ambiente que hoy se respira en Europa, no resulta aventurado suponer que mientras los viajeros de los países miembros de la Comunidad -con excepción tal vez de los hippies y punks- gozarán a ojos de los aduaneros de una salud envidiable, los inmigrados de tez oscura presentarán, en cambio, todos los síntomas de una imaginaria seropositividad. La doble obsesión racista y patológica -presente en personajes tan dispares como Quevedo y Hitler- se remonta en verdad hasta las primeras décadas del pasado- siglo, y quienes ahora especulan con ella con fines electorales no hacen sino seguir la pauta de los antisemitas europeos de la época del proceso Dreyfus y de la redacción fraudulenta por la policía zarista del protocolo de los sabios de Sión. Como decía Xavier Ballat, comisario general de cuestiones judías en el Gobierno de. Vichy, había que "defender el organismo francés del microbio que lo conducía a una anemia mortal".
Que en medio de esa cacofonía y desinformación programada los ministros de Interior y Justicia de nuestro Gobierno socialista hayan propuesto la creación, a escala europea, de espacios de acogida para los inmigrados en situación irregular o dudosa me parece particularmente grave. El eufemismo e imprecisión de la fórmula se prestan a todo tipo de interpretaciones y los deátinatarios de la acogida tienen derecho a imaginar lo peor. Pues esos espacios tan imprecisos y abstractos, ¿en qué consistirían realmente? ¿Serían albergues, cuarteles, cárceles, exquisitos jardines de concentración? ¿Tendrían alambradas o algún otro medio de protección electrónica para asegurar la impermeabilidad del cordón sanitario establecido en torno a los huéspedes? La concepción de Europa, como un club exclusivo de socios ricos -aunque con bolsas cada vez mayores de pobreza- se sitúa en los antípodas del ecumenismo y apertura que forjaron la grandeza de su cultura. La proliferación de los Türken raus, Negres dehors, Moros fuera es el indicativo de que nos aproximamos a un punto de ruptura de consecuencias desastrosas para el proyecto de sociedad pluralista y tolerante que de palabra, y de forma un tanto retórica, todos los demócratas sostenemos. La Europa unida de la que tanto se habla no puede ni debe ser la Europa del miedo.
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