¿Es reaccionario Robert Bork?
Supongo que en otros sitios pasarán cosas semejantes, pero desde luego en España no tiene vuelta de hoja ni remedio: los fetiches verbales o ideológicos que le descargan a uno de la fastidiosa tarea de examinar las realidades personalmente siguen teniendo el más legal de los cursos. No es ya que la gente hable de lo que no conoce, sino que habla precisamente para sentirse dispensada de intentar conocer., Si alguien nos susurra noticias sobre los hábitos sexuales del autor de un libro es para no tener que leerlo, si se abomina de tal o cual medida política es para no tener que considerar con precisión el problema social que intenta remediar, si fulano escribe un despectivo balance de cierto congreso de intelectuales es sin duda para ufanarse de que no quiso o no pudo ir. Lo esencial es no carecer nunca del tópico doctrinal biempensante con el que tapar a modo de boina el hueco perezoso en el propio cráneo. Y así vamos.Todos sabemos, por ejemplo (hay profesionales que viven de repetirlo), que el mayor enemigo del alma actualmente, como ayer lo fueron mundo, demonio y carne, es el neoliberalismo reaganiano y la ola de conservadurismo que nos aflige, proveniente del otro lado del Atlántico. Pero, fuera de alancear con tanto denuedo como vaguedad dicho esperpento, poco se nos dice de las cláusulas de su funcionamiento y, sobre todo, del asombroso parecido que guardan dichas cláusulas con otros principios que orientan la política que suele llamarse progresista entre nosotros. No se trata solamente de que los neoliberales y los demás vengan todos a resultar lo mismo a la hora de la práctica, sino que los críticos insobornables del neoconservadurismo sostienen con el orgullo de quien en este mundo de traiciones no flaquea de su fe posiciones ideológicas patéticamente semejantes a las de sus adversarios. Veamos un ejemplo de actualidad.
Uno de los acontecimientos políticos que más polvareda polémica han levantado a comienzos de este verano en Estados Unidos, y, por lógica extensión, también en Europa, es la designación por parte de Reagan del jurista Robert Bork para cubrir una vacante en el Tribunal Supremo norteamericano. La cosa tiene indudablemente importancia por la trascendencia decisiva de las resoluciones del alto tribunal y por la duración del cargo, que es vitalicio. Bork es hombre joven, tiene 60 años recién cumplidos, y su influencia en el Tribunal Supremo puede ser muy extensa, alcanzando mucho más allá de la presidencia de Reagan. Pero es que además Bork está considerado como una figura ultraconservadora del derecho norteamericano, contrario a determinadas conquistas legales de minorías raciales o sexuales, aborto, etcétera, por lo que, junto a otros jueces del mismo signo designados también por Reagan, podría llegar a convertir el Tribunal Supremo en un freno para la legislación más avanzada por la que se lucha ya actualmente en diversos campos. Una presidencia más liberal que la de Reagan podría encontrar bloqueadas muchas de sus iniciativas inconformistas por un Tribunal Supremo de extrema derecha, a cuyo amparo se acogería toda la reacción del país. En carne propia sabemos por recientes experiencias que, si bien los jueces no inventan las leyes, pueden congelar con sus sentencias los aspectos más avanzados de su aplicación o potenciar sus lados más conservadores de forma casi decisiva. La preocupación general por el nombramiento de Bork, que en septiembre debe ser confirmado o rechazado por el Senado, está justificada: pese a las protestas de objetividad de Reagan y a la indudable cualificación profesional del juez Bork, es obvio que se le ha elegido por razones ideológicas, y, por tanto, serán cuestiones ideológicas las que se debatirán más adelante a la hora de aceptar o rechazar esta discutible candidatura.
Ahora bien, ¿en qué consiste exactamente el ultraconservadurismo de Robert Bork? ¿Cuáles son sus aspectos técnicos, legales? Aquí estriba lo más sugerente e instructivo de la noticia. Que yo sepa, no es una perspectiva que se haya comentado mucho al escandalizarse por la de ' cisión de Reagan o jalear su firmeza, sobre todo en los medios de información de este país. El juez Bork es un originalista jurídico (término que en esta ocasión proviene de originario y no de original), es decir, sostiene que en todos los casos litigiosos lo que debe prevalecer es el sentido y la letra primigenios de la Constitución de Estados Unidos, cuyos 200 años de existencia se celebran precisamente este verano. Naturalmente, ninguno de los padres fundadores de la patria tuvo la delicadeza de hablar del aborto o de los homosexuales en su documento justamente célebre, por lo que las llamadas a la libertad y el derecho a la felicidad quedaron demasiado abiertas a la interpretación que personas nacidas siglos después hicieran de ellas. Otros jueces, seguros de que Washington y compañía formaban una vanguardia política en su época, están convencidos de que las directrices por ellos marcadas deben aplicarse de la manera más innovadora y con ilustrado consejo de los avances científicos o sociales de cada momento. Bork, en cambio, pertenece al grupo nada escaso de juristas que rechazan la posibilidad de avanzar más allá de los pioneros institucionales de su país.
En particular, Bork no admite que exista tal cosa como un derecho a la privacy, palabra que podríamos traducir malamente por privacidad o intimidad, aunque su sentido es más amplio que el de estos términos en nuestra lengua. En nombre del derecho a la privacy, entendido como libre capacidad de disponer de la propia persona en todas aquellas cuestiones que no afectan directamente a la relación social, se han dictado en Estados Unidos las sentencias; más progresistas respecto a temas como el aborto, las sexualidades llamadas desviadas, etcétera. Pero los padres de Filadelfia nunca hablaron de esta privacy, corno recalca Bork: "Vengo diciendo desde hace años que el derecho a la privacy tiene poco que ver con las intenciones de los creadores del marco constitucional". Por el contrario, más bien hubieran sostenido que todo comportamiento humano, por aparentemente privado que sea, es no sólo derivada, sino primordialmente social, y, por tanto, debe someterse a las valoraciones, orientaciones y restricciones sociales que sobre él recaigan. ¿Es esta actitud poco progresista, incluso francamente reaccionaria? Escuchemos a los que apoyan a Bork: "¿Son millón y medio de abortos anuales un progreso? ¿Es una tasa de nacimientos insuficiente para mantener la población, una tasa de nacimientos en la cual la fertilidad varía en proporción inversa a la educación a la renta un progreso? ¿Qué tiene de progresista el SIDA, que surge de la florecierite cultura homosexual? ¿Puede llamarse progreso a la flagrante quiebra. de las soluciones liberales para competir con los problemas de los americanos negros? ¿Qué tiene de progresista el deterioro de la educación desde los grados primarios hasta los superiores? ¿Son los conservadores quienes tienen la culpa de las alarmantes estadísticas de crimen, ilegitimidad y divorcio?" (David B. Wilson, en el Boston Globe, 7 de julio). La liberalización de costumbres individuales reconocida en el derecho a la privacy comporta un deterioro social que el mantenimiento de una tradición unánime y acrisolada podría evitar.
Este tipo de razonamientos es sin duda frecuente entre nosotros en el campo de la derecha, pero ¿no se escucha también con intensidad en boca de personas y sobre todo cargos públicos de la izquierda? ¿No es precisamente la insistencia en las consecuencias sociales de la utilización diferente de la libertad individual uno de los tópicos más socorridos de cierta concepción del progresismo, que precisamente considerarán neoliberales y reaganistas a los abogados de la privacy? La obligación de aguantar el espionaje periodístico de la vida privada en nombre de la libertad de expresión (?) o del deber de informar (?) suele ser defendido por esa parte de la izquierda que no renuncia a su toquecito de totalitarismo. Y la automedicación es un derecho elemental de la privacy no menos rechazado. En un debate sobre la droga, por ejemplo, como yo hubiese mencionado a Stuart Mill, uno de mis ínterlocutores vio en ello síntoma nefasto de mi liberalismo, incompatible con el sano y socialista concepto de la salud pública que a él le llevaba a prohibir a la gente el consumo voluntario de lo que podía no sentarle bien. ¿Es esta postura tan distinta a la del juez Bork? ¿Por qué es éste un ultraconservador peligroso y mi oponente en ese diálogo un adalid del progresismo? ¿No hay mucho progresista aferrado a dogmas originalistas de hace más de 100 años con tanta fidelidad como Bork a la Constitución de 1787? Etcétera, etcétera. Francamente, cuando se dice que el problema del presente es el auge del neoliberalismo o que tal o cual político es reaccionario -porque no pertenece a un partido de izquierda- o progresista -por la razón contraria-, me parece que aún no se ha dicho nada sobre lo que realmente debería interesarnos del conflicto social en que vivimos.
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