Ciudadanos en cola
Según parece, la nueva política de la Unión Soviética se ha marcado, entre otros objetivos, el de suprimir las colas que caracterizan la vida económica y burocrática de este país. Convendría seguir muy de cerca la operación, porque, de tener éxito, deberíamos contratar a alguno de sus expertos para que arreglasen de paso el problema de las colas que aquí tenemos. Los españoles gastamos un cuarto de nuestra jornada útil haciendo cola. Los españoles nos pasamos el día haciendo cola. Les contaré mi caso, que es el del ciudadano medio de una gran ciudad.Yo trabajo en Alcalá de Henares y resido en Madrid: masoquismo habitual y a veces necesario, puesto que no siempre se puede escoger ni la vivienda ni el trabajo. Pues bien, para llegar a Alcalá he de colocarme cada mañana con mi automóvil en una cola gigantesca, que empieza justamente en la puerta de mi casa y termina en la universidad, arrastrándome así durante hora y cuarto.
"Alto ahí", me interrumpe de inmediato un agudo lector; "usted es el único culpable del incidente, puesto que si quiere ahorrarse el atasco no tiene más que ir en tren".
Confieso que es verdad. El tren es más barato y no congestiona la carretera; pero, aparte de jugarme la vida con el riesgo de las pedreas, tarda también una hora en recorrer la enorme distancia de 30 kilómetros, y además, para llegar a la estación, he de coger dos autobuses, que me cuestan otra media hora, si es que se detienen en mi parada, porque por las mañanas tienen la mala costumbre de seguir su camino sin abrir las puertas. Y reanudo mi historia:
Yo suelo tomar un café a medía mañana, entre clase y clase. Pues bien, para conseguirlo he de volver a ponerme a la cola detrás de una muchedumbre de estudiantes que tienen la misma costumbre que yo y...
"¡Y qué tiene esto de particular!", vuelve a interrumpirme el crítico lector. "¿O es que usted se considera, como profesor, con derechos preferentes a los estudiantes, que son tan ciudadanos como usted?".
Desde luego que no. Yo me limito a contar lo que me sucede y a advertir que me sería muy duro renunciar a tal costumbre, que ya casi es necesaria, puesto que sin el estimulante mi garganta no puede vociferar académicamente durante dos horas seguidas en un aula repleta y asfixiante. Yo hago mi cola, cada cual hace la suya, nadie tiene la culpa, y así vamos matando todos la mañana.
Al mediodía, la cola en la cantina universitaria (tan barata como excelente, dicho sea en honor de la verdad) se alarga por pasillos interminables, debidamente aireados por corrientes mortales. Paso a paso, la cola avanza y en menos de media hora ya estoy servido. Ahora ya sólo me falta esperar un poco, mientras la comida se me enfría en la bandeja que me han puesto en las manos, hasta que se desocupe una silla. Y sillas no hay muchas, porque los estudiantes se las llevan a las aulas para no tener que sentarse en el suelo, puesto que allí no hay sitio para todos.
"¿Pues qué quiere?", me interrumpe por tercera vez el irascible lector, que ya empieza a ponerse pesado, "¿que le pongan un restaurante para usted solo con camareros especiales?".
Ciertamente, no. Me conformaría con que abriesen los tres o cuatro que ya están instalados y cerrados a cal y canto.
Una vez comido, ya puedo regresar a mi despacho. Y menos mal que la universidad, cuidando por mi salud, me ha colocado el restaurante a un kilómetro largo de las aulas, a otro kilómetro de la biblioteca y a gran distancia de mi despacho (ni que decir tiene que las aulas, la biblioteca y los despachos no están en el mismo edificio), facilitándome con ello las posibilidades de un higiénico paseo, que tan recomendable es para la digestión y para el relajamiento nervioso.
Lo malo es que por las tardes he de asistir a una de esas reuniones que amenizan la vida universitaria y que no bajan de cuatro a la semana, o a una comisión de exámenes, o a una tesis doctoral, o a arreglar unas cuentas de libros. Y el rectorado y la gerencia se encuentran a nueve kilómetros de las aulas, de la biblioteca, del despacho y del comedor, en el mismo centro del casco urbano de Alcalá. Lo que me obliga a nuevas colas, aparcamientos y, por descontado, esperas.
Y como el regreso es una repetición fiel de la mañana, he aquí que, al llegar la noche, me he pasado en cola la friolera de tres horas largas. A las que han de añadirse las colas y esperas en el dentista, en el Ayuntamiento, en la Electra, en Hacienda, en el banco, en la puerta del cine, en la taquilla de los toros, en la comisaría de policía con ocasión de las periódicas denuncias de atracos, etcétera.
Lo cual no sería grave si se tratara de mi caso particular. Lo grave es que lo mismo padecen millones de ciudadanos, cuya vida discurre entre cola y cola, con grave deterioro de la economía del país y de su sistema nervioso. Nuestro trabajo y nuestro ocio consisten en hacer cola, aunque sea por culpa de todos o por culpa de nadie: que esto no hace al caso y lo que importa es la realidad de lo que está sucediendo.
Pero, al llegar a este punto, mi iracundo lector, que ya no puede aguantar más, estalla con violencia inapelable: "Usted se queja por nada y de puro vicio. Ahora, voy a contarle yo mi historia yo también soy, o he sido, funcionario, y llevo tres años esperando que me paguen mi jubilación; mi mujer lleva dos años en cola para que le hagan una operación, y los dos estamos esperando a que nos indemnicen por una casa heredada que nos expropiaron hace nueve años. Tengo tres hijos: el pequeño está en cola desde hace dos cursos, esperando que le den un puesto en la universidad; la mediana está esperando desde el comienzo del curso a que terminen sus huelgas los profesores y empiecen las clases, y el mayor, que ya ha terminado, va de una cola a otra solicitando un empleo. Y no me quejo ni protesto por tales niñerías. A mí lo que me duele de veras es que mi padre se pasó toda la vida esperando a que se hiciera la justicia social, y se murió sin verlo. Y lo peor de todo: soy catalán y se me han olvidado ya los años que llevo en cola esperando que gane la Liga el Barça. ¿Tengo o no tengo yo motivos para quejarme?".
Ciertamente que los tiene, y por eso le cedo mi puesto en la cola de las protestas, y, hasta le he dejado que me quite mi puesto en este artículo. Que si todos los ciudadanos se pusieran a contar sus penas y sus colas, no habría sitio en los periódicos para hablar de otras cosas y, con su estruendo, no nos dejarían escuchar las maravillas que se comentan en el Palacio de las Cortes.
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