Añoranza del árbitro
Antes de nada debo ahuyentar a aquellos posibles lectores (entre los que me cuento algunos lunes y jueves) que suelen abrir el periódico por la página de deportes y a los que este disparatado título podría inducir a error. Quienes, atraídos por él, estén ya leyendo estas líneas en la confianza de encontrar algunas disquisiciones certeras sobre el mundo del balompié, deben saber que quedarán defraudados y abandonar la pieza en este instante.Bien, una vez reducido drástica y masivamente el número de mis lectores, procederé a dar paso a la pieza misma.
Recientemente ha habido un buen número de artículos y columnas bastante crípticos, o cuando menos reticentes, acerca de las características, papel, misión, deficiencias y excesos de la crítica en nuestro país. El entrecerrado debate (las posturas no han estado muy claras y se ha visto por una rendija) se ha centrado principalmente en la crítica literaria y, dentro de ésta, en la de periódico y revista, quedando fuera de la controversia la llamada crítica académica, probablemente a causa de su casi total invisibilidad. Los escritores han acusado a los críticos; los críticos, a los escritores; los críticos, a los críticos; los escritores, a los escritores, y tengo la impresión -seguramente errónea- de que en el encadenamiento de acusaciones han acabado interviniendo otros gremios, y los dramaturgos han acusado a los marchantes de arte; los escultores, a los actores; los empresarios teatrales, a los pintores; los músicos, a los directores de cine; los cantantes, al público; los libreros, a los clientes; los editores, a los lectores, y todos juntos, otra vez a los críticos. Veladamente, desde luego, y de ahí que bien pueda haberme confundido en alguna de mis apreciaciones.
Pero lo que en ningún caso me parece que se haya dicho es que los terribles males de la crítica estriban en el propio carácter, en verdad desgarrado, escindido y mortificante, de la crítica como género. No me estoy refiriendo a exquisitas ambigüedades del tipo "¿es la crítica creación?", o "¿será siempre la crítica un metatexto?", sino a algo mucho más humano y, por tanto, más vulgar. El desgarramiento a que me refiero consiste justamente en la imposibilidad del crítico, por su propia y supuesta función, para emitir cabalmente sus verdaderos juicios y opiniones. Emitir cabalmente los propios juicios y opiniones es algo que, por suerte, está al alcance de los escritores, quienes en sus novelas, o poemas, o dramas, pueden hacer las afirmaciones más descabelladas, categóricas, contradictorias y caprichosas sin necesidad alguna de justificarlas ni razonarlas. En el territorio de la ficción se puede decir una cosa y también su contraria, y ambas serán verdaderas (o aparecerán como tales) en la medida en que la afirmación resulte retóricamente -esto es, literariamente- convincente.
Por otra parte, el público o los lectores en general, que sólo emiten sus juicios y opiniones de viva voz y en privado, pueden asimismo expresar los pareceres más contundentes y subjetivos con absoluta impunidad: "Esa película es repugnante, todo el rato la Meryl Streep en pantalla, que es que, ajj, no la puedo ni ver", sería un dictamen frecuente a la salida de un cine, o "pues a mí me encanta Gala, porque es que siempre da en la diana", sería una frase que pasaría perfectamente en un café o una reunión sin que los interlocutores de quien la dijera le arrojaran las bebidas a la cara ni, lo que es más importante, se molestaran en discutírsela con razonamientos, sino, a lo sumo, con algún abucheo o una negación tan rotunda y carente de escrúpulos como la afirmación anterior.
Pues bien, el crítico, a diferencia tanto de los llamados autores o creadores como de los llamados lectores, espectadores o público, es una persona llena de escrúpulos y objeto de una auténtica maldición, a saber: su trabajo consiste en hacer aquello que justamente en ningún caso puede hacer con entera libertad y sinceridad: dar su opinión. No quiero decir con esto que los críticos mientan por sistema, ni que no opinen de hecho lo que dicen que opinan. Lo opinan, efectivamente, pero es imposible que sólo opinen eso. Al tener que razonar, argumentar, fundamentar, explicar y objetivar la mayoría de sus juicios, renuncian o atenúan una parte importante (quizá la más fiable) de esos mismos juicios, y esa parte no es otra que la que dicta la subjetividad más pura y se inicia en el gusto (el gusto es la anticipación del juicio, dice Ferlosio). Los críticos, además, en virtud de su permanente contacto con el material que critican (sean libros, cuadros, obras teatrales, películas o conciertos), desarrollan una serie de filias y fobias mucho más exageradas de las que pueda desarrollar cualquier espectador o lector normal, y sólo comparables a las de los propios autores o creadores, quienes, a su vez, aunque desde dentro, están en continuo contacto con ese material. Yo, que escribo novelas y artículos, reconozco que soy capaz de devorar un libro por su magistral empleo de mi signo de puntuación favorito, el punto y coma, o de arrojarlo por la ventana si en él me encuentro con un adjetivo que me molesta y que jamás utilizaría, o de rasgar en mil pedazos un artículo de periódico escrito en una prosa poética, de la que abomino a la hora del desayuno. Sin duda, me he hecho maniático (por eso nunca sería crítico), pero también me costaría creer que las demás personas que viven inmersas en el mundo de los libros sean totalmente inmunes a esta clase de manías, debilidades e intransigencias. Y estoy convencido de que para cualquier crítico supondría una satisfacción y un alivio hacer, de tanto en tanto, comentarios del siguiente jaez: "Lástima que el autor de esta novela emplee continua y abusivamente el adjetivo letal, que detesto". O bien: "Mi único reparo es que esta película transcurre en el campo, donde no me han ocurrido más que desgracias; sintiéndolo mucho, la sola visión de un escenario rural me provoca arcadas".
Ciertamente, este tipo de crítica sería imposible e indeseable como norma, y ésa es la condena del crítico frente a los demás irresponsables mortales. Pero, sin llegar a los extremos de caricaturización de los ejemplos anteriores, no puede decirse que, como excepción, no exista ni haya existido. Este tipo de crítica la ejerce el árbitro. Ya no es tiempo de Petronios ni de Brummells, de árbitros de la elegancia ni del buen gusto, según la denominación anticuada. Pero hay países en los que no faltan árbitros más modestos y especializados: de la literatura, del teatro, de la pintura, del cine, de la música. Lo interesante y envidiable de la figura es que el crítico que llega a convertirse en árbitro de lo que critica goza del privilegio de hacer también críticas subjetivas, temerarias, irreflexivas; de exponer, además de sus argumentos (ha de ser capaz de argumentar con brillantez, aunque rara vez le haga falta), sus motivos personales, íntimos, arbitrarios, para alabar o denostar una obra determinada. El árbitro tiene que ser alguien de cultura abrumadora (aunque sea superficial), con una información que le impida dar jamás un paso en falso y, desde luego, con una disimulada, pero fuerte, vocación de educador social; tolerablemente frívolo y tolerablemente pedante, cáustico, pero con capacidad y desvergüenza para conmoverse de tarde en tarde; con considerables dosis de cinismo, desparpajo sofistico, escasos escrúpulos (a ser posible, un cierto parecido físico con George Sanders), y, sobre todo, con una retórica que en sí misma pueda hacer pasar por razonamiento lo que no es más que filia o fobia, arbitrariedad o capricho. El árbitro es aquel al que nadie toma muy en serio, pero al que todo el mundo hace caso.
Seguramente no es posible que en una sociedad haya más que, a lo sumo, un árbitro de cada campo artístico, aunque cabe que alguno haga incursiones en los ajenos y se convierta en lo que en Italia se llama un tuttologo. Pero, en todo caso, la figura no ha prescrito, no es exclusiva del pasado. De manera aproximativa y con cortapisas (y con muy diferentes grados de hondura y sabiduría), personajes como George Steiner en el Reino Unido, Alberto Arbasino en Italia, Gore Vidal en Estados Unidos o Patrick Mauriès en Francia, tratan de ser árbitros, eminentemente literarios, y lo consiguen en parte. En su estela arrastran devociones y odios, admiración y desprecio, irritación y estupor, y, como les corresponde, a veces no son tomados en serio. Pero, en cambio, son críticos no desgarrados por la contradicción expuesta de no poder decir más que parte de la verdad de su opinión o juicio. Son sinceros y libres, como los autores y el público. En nuestro país, en cambio, el puesto de árbitro está vacante desde hace tiempo, y alguien debería intentar ocuparlo. Pero haría falta que existiera algún crítico al que no le importara tanto que se le tomara en serio cuanto que se le hiciera caso.
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