Los misterios del Mystère
La verdad es que en este país uno a veces se queda atónito. Mi último estado de sobresalto lo ha provocado el incidente del Mystére:, protagonizado por el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra. He leído con estupor la polvareda que ha levantado tal evento, dedicando la mayoría de los periódicos sus titulares de primera plana, sus editoriales y la pluma de sus mejores analistas políticos a glosar los contornos de tal "irregularidad". Y ahora la oposición, de forma oportunista, al socaire de este eco, se ha unido también al cortejo. Los argumentos que se dan para construir el escándalo son fundamentalmente cuatro: que el vicepresidente se quiso saltar una cola de coches de más de tres horas, que no iba en misión oficial sino que retornaba con su fámilia ole unas vacaciones privadas, que abusó de su autoridad al solicitar el uso de un Mystére y que la utilización de ese avión nos ha costado cuatro millones a los contribuyentes españoles.Tales argumentos se aderezan con comentarios para todos los gustos que han provocado la mayor rasgadura de vestiduras que se recuerda aquí. Pues bien, para mí tales argumentaciones son un absoluto misterio, ya que el denominado incidente se ha salido de madre y en lugar de ser causa para dos reflexiones que después esbozaré, ha provocado las iras y el crujir de dientes. Veamos los cuatro puntos en que se sustentan las protestas.
El primero consiste en criticar que el vicepresidente no hiciese cola como el resto de los demás mortales que querían atravesar el Guadiana. Pero, señores, a qué cabeza se le ocurre que el vicepresidente del Gobierno de España pueda perder cuatro horas esperando una cola de automóviles. Ni en este ni en ningún país serio tal circunstancia se puede dar. Razones de seguridad, de economía de tiempo y de dignidad del cargo son suficientes para justificar que no se esperase a su turno. Sr, mantiene que esto es lo que debía hacer un miembro de un Gobierno democrático. Y tal reflexión me recuerda aquella anécdota del ministro nórdico que iba a su oficina en metro. Es posible que esto sea verdad, pero se supone que en ese caso el ministro no tenía que hacer una cola de tres horas para sacar su billete, porque de ser así lo hubiera hecho un solo día. El segundo hubiese ido ya a su ministerio en el coche oficial. Por lo demás, creo que merece la pena recordar que el carismático y demócrata primer ministro sueco Olof Palme fue asesinado cuando salía de un cine con su esposa, sin escoltas ni coches oficiales, gracias a esa concepción de democratismo que, aun siendo en principio elogiable, no es posible a la vista de la enorme Íragilidad de nuestras democracias.
El segundo argumento que se esgrime es que el origen de su desplazamiento a Portugal era de ciarácter privado, por lo que no se puede admitir que después recurriese para salir del embrollo a su condición pública. También aquí me quedo atónito. Cualquier persona medianamente sensata sabe que cuanto más importante sea un cargo público menos margen queda para la vida privada. Yo he podido comprobar durante mis cuatro años de embajador en Roma que mis deseos de privapy se estrellaban ante el muro de la realidad. Un titular de una embajada tan importante acaba llegando, antes o después, a la triste conclusión de que en esa situación no hay línea de frontera entre lo público y lo privado. Lo público nunca se convierte en privado, mientras que lo privado acaba casi siempre convirtiéndose en público. Si esto le ocurre a un embajador, qué no le ocurrirá al mismo vicepresidente del Gobierno. El viaje, por tanto, no era privado, sino que, como ocurre con casi todas las actividades del vicepresidente, acaban teniendo una proyección pública. No es válida, por tanto, semejante imputación.
La cola
En tercer lugar se indica que para eludir la cola utilizó un Mystére de las Fuerzas Aéreas Españolas. Pues claro. Los Mystére están para eso, para ser utilizados por las más altas autoridades del Estado. En este caso, el vicepresidente únicamente recurrió a ese avión cuando resultó infructuoso su intento de atravesar el Guadiana sin exponerse a la cola. ¿Qué podía hacer entonces? ¿Quedarse otra semanita en Portugal? Lamento tener que volver a recurrir a mi experiencia italiana. Durante mis años en ese país era continua la utilización de los miembros del Gobierno italiano de aviones y helicópteros para sus desplazamientos, sin que fuese posible distinguir con nitidez, como he dicho, cuándo se trataba de viajes oficiales o privados. Nunca vi que la aguda y agresiva Prensa italiana dijese ni una palabra sobre el uso de estos medios de transporte que proceden del Tesoro público. Ya que siempre sale el razonamiento de nuestra equiparación con el llamado displicentemente tercermundismo pregunto a sus formuladores: cuando Reagan va desde Washington a su rancho en California, ¿toma un vuelo regular? Cuando lytitterrand va a las Landas para descansar, ¿toma un tren? No seamos simplistas, pues el hecho de ostentar la más alta autoridad en el Gobierno de la nación lleva aparejada la necesaria utilización de estos medios. Recuerdo que el vicepresidente Guerra fue dos veces a Roma, estando yo allí, en visitas con repercusiones oficiales. La primera vez fue en Mystére, y todo transcurrió sin ningún problema. La segunda en vuelo regular. Al acabar su viaje lo acompañé al aeropuerto y lo dejé en el momento en que embarcaba en el avión. Al día siguiente me enteré de que todos los pasajeros fueron obligados a descender después del avión a causa de la avería de un motor, teniendo que esperar en el aeropuerto cuatro horas. El vicepresidente tuvo la deferencia de no avisarme del retraso para que hubiese vuelto a acompañarle, pero me parece que no es saludable que un miembro del Gobierno español esté sujeto a estas servidumbres cuando, me constaba, su presencia en España era muy urgente.
Se alega que nos ha costado la utilización del Mystére cuatro millones a los españoles. Es posible, pero ese gasto está ya presupuestado, pues para eso están esos aviones. Utilizar tal tipo de razonamiento conduce sin más al absurdo, porque lo mismo se puede decir de lo que nos cuesta un banquete de gala cuando viene un jefe de Estado, cuando hay que utilizar los medios de la protección civil para salvar a nueve espeleólogos perdidos en una gruta, etcétera. Cierto que todo tiene un límite y siempre conviene poner en práctica un control para evitar despilfarros o abusos, pero no es éste el caso.
Ahora bien, siendo para mí un misterio que se haya marcado el acento en estos puntos, lo es más aún que nadie haya hablado de otros dos que, a mi juicio, son los que hacen pasar esta anécdota a la categoría. La primera reflexión que se me ocurre se refiere a algo paradójico. Mientras que casi simultáneamente a este incidente se celebraba en el coto de Doñana una reunión entre los presidentes de Gobierno de España y Portugal y se confirmaban allí las excelentes relaciones de dos países que tienen tanto en común, sigue siendo necesario un ferry para pasar de un lado a otro del Guadiana. Cuando Francia y el Reino Unido han comenzado a construir el gigantesco túnel que unirá a ambos países, superando el Canal de la Mancha, aquí continuamos utilizando un transbordador para pasar un vulgar río.
Segunda reflexión: la causa del incidente hay que buscarla en la evidente improvisación del viaje del vicepresidente a un país extranjero. Después de mi experiencia como embajador no logro comprender cómo pudo surgir tal suceso. A lo largo de mis años diplomáticos pasaron por Roma todas las altas autoridades del Estado, y jamás se nos presentó una circunstancia parecida, salvo un lamentable incidente con el ministro de Cultura en Milán, que algún día contaré, y que se debía a razones no atribuibles a la embajada. Los viajes de las personalidades españolas, aunque tuviesen en principio el discutible carácter de privados, eran rigurosamente estudiados en todas sus facetas. De ahí que para mí haya sido sorprendente que nuestra Embajada en Lisboa no hubiese previsto, si es que estuvo informada, como es obligatorio, de ese viaje, que ese día, a esa hora y en ese lugar, el vicepresidente se encontraría con lo que se encontró. Ése es el aspecto auténticamente tercermundista del accidentado viaje. Y ahí es donde habría que pedir responsabilidades, pues por las causas que sean, nuestra embajada dejó al vicepresidente del Gobierno a los pies de los caballos. Pero esto ya no es otro misterio.
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