La conciencia emancipadora
Una de las confusiones más dramáticas de los últimos 10 años es la que iguala el fracaso de determinadas opciones de cambio social con la extendida creencia de que los problemas que se pretendían resolver ya no existen, de que no hay forma de resolverlos o de que no se puede esperar confiadamente que el poder se ocupe de ellos. Se ha impuesto una mitología: la revolución, radical o moderada, no sólo no es posible, sino que, inclusive, no es deseable, para decirlo en los términos políticos esquizofrénicos de los políticos que viven atormentados entre el deseo y la realidad.Se trata de una creencia frívola que produce un alejamiento de la vida política por parte de una amplia mayoría y la induce al conformismo. A lo largo de una década se ha logrado convencer a esta mayoría de ciudadanos de que el cambio social es imposible: lo que se debe hacer es situarse y tratar de ser eficaces para que este sistema funcione lo mejor posible. Pese a sus imperfecciones y esquematismos, la conciencia emancipadora que se había forjado durante la resistencia al franquismo, heredera de los valores modernizadores y de cambio que encamaba la República Española de 1936, dio paso, en el mejor de los casos, a una leve voluntad de reforma, cuando no a un desenganche total de la vida política. La estabilidad económica de la clase media ha servido de colchón y freno al cambio radical. Los sectores medios son las estrellas de este proceso.
Hacia ellos apunta fundamentalmente la publicidad: sobre ellos se escribe, se filma, se diseña y se especula entre el deseo y la razón de Estado desde la Moncloa para contentar a los que alguna vez tuvieron inquietudes sociales. Y es ese mundo de deseos y realidades el que reflejan prioritariamente los mass media, dejando fuera de la pantalla o en los márgenes de la, páginas de los periódicos a los que no caben o no aceptan la regla del juego. No se trata de censura en el sentido tradicional, sino de un proceso de decantación, en el que los pobres los que no tienen casa, los drogadictos, la izquierda (en la quo no incluimos al PSOE), los movimientos sociales, las feministas, aparecen antes como detalles más o menos incómodos, a veces hasta simpáticos, que como partes conflictivas de la vida social. En este mundo español sin memoria, el menos ( malo de los conocidos, no existe explotación, sino anécdota.
Los sectores medios de asalariados del Estado y la empresa privada, profesionales liberales y obreros especializados han participado en un pacto social, del que muchos no son conscientes, que se manifiesta en un consenso que oscila entre la modernización y el conservadurismo. Modernización que implica la emergencia de la sociedad que se había ido creando, pero que estaba aplastada por la dictadura, y conservadurismo nacido de la operación que los poderes reales económicos, militares y políticos, tanto nacionales como extranjeros, protagonizaron para que sus intereses y valores, debidamente resituados dentro del nuevo contexto de mayores libertades públicas, reforma del Estado y relativa transparencia de la gestión del poder, quedaran preservados. Conservadurismo también que se manifiesta cuan do la presión de una masa de desempleados en tiempos de crisis y cambio tecnológico está señalando que hay que situarse competitivamente, aceptando las leyes del mercado y dejando la revolución para otro día en la agenda de la historia. Cuando los datos indican que la mayor parte de los hijos de los parados actuales no encontrarán empleo hasta más allá de la frontera del año 2000, la búsqueda desesperada de un puesto de trabajo y la despolitización van de la mano.
Y tendencia conservadora asimismo por la aceptación de la ideología de corto plazo que se ha expandido por toda la sociedad: un sálvese quien pueda que si en los yuppies y funcionarios del partido y del Estado implica una aceptación de valores teóricamente hedonistas y estéticamente superficiales (el culto del cuerpo, la exaltación de la moda de España desde el Gobierno y los medios de comunicación, con su prédica industrial-nacionalista, por ejemplo), con una falta de compromiso político, en otros sectores con salarios más bajos, trabajos temporales o, simplemente, desempleo crónico, las necesidades cotidianas de preservar los medios para la subsistencia -pese a lo que dice la teoría revolucionaria y salvo excepciones- aplacan la protesta. Esta tendencia conservadora-reformadora asegura la continuidad de Gobiernos como los de Felipe González o François Mitterrand, en la medida que venden y ejecutan exactamente ese programa de consenso aparentemente contradictorio. Un buen ejemplo desde otra perspectiva: cuando el primer ministro francés, Jacques Chirac, busca públicamente el apoyo de Madonna está mostrando una imagen inédita de renovación para un político de la derecha, sin que por ello altere su programa político reaccionario. ¿No es la cohabitación francesa, después de todo, un símbolo de la realidad del socialismo del sur de Europa del que tanto se esperaba?
Este consenso genera unos límites hacia la izquierda y la derecha y lima los extremos. Por la izquierda, se trata de eliminar toda opción radical de cambio en profundidad del sistema vigente ocultando el grave problema de que una transición real al socialismo siempre pasará por un camino de violentas tensiones y presiones, como lo demuestra el caso chileno o nicaragnense, e impulsando a los L comunistas a que sean socialistas un poco más críticos. La maniobra implica una colaboración de los medios periodísticos para que procedan a una operación en la que, primero y en nombre del realismo político, los valores de la revolución se transformen en utopías más o menos irrealizables. Segundo, se trata de que la esencia humanista de esas utopías sea insertada en el interior de un partido de izquierda moderado en su tradición y de corte modernizador que, aparentemente, las asume en su programa y trata, cuando existen condiciones objetivas, de llevarlas a cabo. Tercero, y para quienes dudan de la capacidad de ese partido, hay que subrayar, una y otra vez, y preferiblemente exagerando, el fracaso de los socialismos realmente existentes, empezando por la URS S y siguiendo con las experiencias china y cubana.
Correlativamente, es necesario insistir en que es preferible un capitalismo light que un comunismo fallido, porque este último somete al ciudadano a un totalitarismo del que es muy difícil escapar (recuérdese la parábola de González sobre el aburrimiento y el Metro de Nueva York). Como complemento de esta última tesis, los sectores militantes del anticomunismo aclararán que las dictaduras capitalistas o autoritarias (Chile, por ejemplo) son preferibles a las comunistas o totalitarias, porque de las primeras se sale gracias a los márgenes de libertad que se conservan, mientras que desde las segundas es imposible caminar hacia la democracia. El resultado es un recelo ante experiencias en el Tercer Mundo -por ejemplo, Nicaragua- que 20 años antes generaban entusiasmo y hasta admiración.
Nos encontramos en un mundo que nos presenta un espejo distorsionador. A fuerza de repetición, un día España se halla a la cabeza del diseño de ropa en el planeta; al siguiente, Felipe González es un mediador que no media en la crisis centroamericana, y al tercero ésta es una nación elegida para la gloria ya que se le permite participar en segunda o tercera fila en el futuro eje militar / nuclear París-Bonn. En esta ruta que se recorre vertiginosamente hacia una modernidad ultraliberal, superarmada y siempre bien vestida, no hay tiempo ni espacio para disposiciones que protejan el medio ambiente, ni leyes radicales sobre la igualdad de los sexos más allá de un gracioso 25% para uso y consumo e las militantes propias; tampoco para planes orientados a una redistribución de la riqueza, para intentos de conservar a soberanía en política exterior para proyectos de defensa que lo sean económicamente dilapidadores y políticamente sus ordinados. En este presente, en fn, no hay tiempo para el futuro. Se insiste, una y otra vez, en aplicar y reproducir un modelo de supuesto crecimiento, y acumulación económica que no sólo no la solucionado los problemas más graves de la humanidad, como el hambre, el desempleo o la falta de vivienda para millones de personas, y que lejos de poner Fin ha acelerado la destrucción del medio ambiente. En contra de la fusión de muchos, no hay perspectivas de que dentro de las pautas actuales esas cuestiones se vayan a resolver. No se debate cada paso que se da, y asistimos a una actuación indiscriminada de los que el recientemente fallecido Raymond Williams denominaba "deterministas tecnológicos", que continúan con su procedimiento habitual: tomar las decisiones al margen de la voluntad de los ciudadanos, que por desconocimiento no pueden opinar y después presentar los posibles costes sociales, ecológicos y económicos, como signos inevitables de un avance que parece pertenecer a la naturaleza misma de las cosas.
Quienes pretenden alertar sobre los problemas de hoy y sobre los que se puedan generar en el, plazo medio, en virtud de un determinismo socialmente peligroso, son señalados como utópicos, melancólicos que viven de los recuerdos de los sesenta y que no han sabido adaptarse a los tiempos de la modernidad. La conciencia emancipatoria está dispersa y es necesario que se asuma que si las recetas de siempre han fallado, los verdaderos utópicos son ellos, los que han pretendido infructuosamente modelar el mundo a su imagen y semejanza. Todos hemos sido víctimas de una jugada magnífica: hacernos creer que nuestras luchas y soluciones -pese a sus múltiples errores y su incapacidad para ganar en el terreno del enemigo- carecen de sentido, precisamente cuando más falta hacen.
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