Cultura de relumbrón
LA POLÍTICA cultural del Gobierno se afirma cada vez más en su condición de empresario de espectáculos varios y vistosos, sin que se vea ninguna intención de crear estructuras auténticas para la preparación de quienes han de producir esa cultura y de quienes puedan recibirla como un bien para el país. Se gastan enormes sumas de dinero en la organización de actos culturales efímeros o en la creación de premios literarios sin fin, mientras los centros que deben garantizar la formación cultural permanente del país -escuelas de bellas artes, conservatorios, bibliotecas- languidecen o son saqueados por falta de presupuesto.No se entiende bien por qué un Gobierno con etiqueta socialista defiende con la fe del converso la libertad de mercado en materia económica y la iniciativa privada en asuntos empresariales, a la vez que en el terreno cultural muestra una vocación estatalista o nacionalizadora muy próxima a un paternalismo propio de otros tiempos o de otros lugares. A no ser que se termine por, aceptar que se esté buscando un control de la cultura con ánimo de filtrar un mensaje determinado o como una compra solapada del intelectual y del artista, que este mismo acepta, unas veces, inconscientemente, y otras, con ánimo de lucro.
Esta operación se va a acentuar con vistas a los acontecimientos de 1992. Ya hay oficinas estatales y autonómicas, con decenas de funcionarios y asesores, que preparan los sucesos culturales paralelos a la declaración de Madrid como capital europea, a los Juegos Olímpicos o a la exposición de Sevilla. Una indigestión de acontecimientos en un país en el que se sigue negando la formación a una amplia capa de la población con inquietudes y deseos de expresarse de formas distintas. Madrid, por poner un ejemplo, será capital cultural europea con un conservatorio en el que no caben los alumnos en viejas y mal adaptadas aulas y con un profesorado en plena desesperación; con una Escuela de Arte Dramático que no puede encontrar en la sociedad salidas para sus alumnos y ni siquiera contiene un local de teatro en condiciones; con orquestas cuyos escasísimos conciertos son acaparados por los abonos; con una ópera que sólo da seis títulos al año de cinco representaciones cada uno; un teatro donde la iniciativa privada está agonizando y los institucionales tienen vocación de espectáculo brillante más que de profundidad cultural; con un cine que produce cada vez menos. Y con unos espectadores cansados de la baja oferta, de la carestía y de la antigüedad.
La posibilidad -o, por mejor decir, la conveniencia- de que desaparezca el Ministerio de Cultura no supondría un cambio de política. Las estructuras de sustitución -organismos o institutos creados a este fin- ya están en marcha, encargadas de proseguir con esta política, mientras el ministro del ramo se dedica a sus preocupaciones como portavoz del Gobierno y a escrutar al presidente del Ejecutivo y a los altos niveles del partido con vistas a la continuación de su carrera política por otras vías.
No parece cercano el día en que el Gobierno, con ministerio o con institutos nacionales, decida cambiar su política de organizador de manifestaciones culturales de relumbrón por la de creación de estructuras sólidas que faciliten la formación de sus auténticos protagonistas, dejando al arte y a la cultura su necesaria libertad plena. No parece tampoco próximo el día en que el Gobierno aliente a la iniciativa privada, mediante alivios fiscales, para que ayude libremente al patrocinio -o sponsoring- de las actividades culturales. No está, por lo que se ve, en la naturaleza de este Gobierno o en su psicología de poder.
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