Paradojas de la economía española
La autora cuenta una historia que sucedió en España en 1988 y cuyos protagonistas son familiares a casi todo el mundo: Rosa y Lucía. Rosa tiene 30 años, un hijo en el colegio y otro en casa. Lucía tiene 46 años, una hija casada, un hijo que ha empezado a estudiar Económicas y una hija pequeña que está en EGB
Rosa y Lucía son vecinas y buenas amigas. Probablemente nada de lo que les voy a contar hubiera sucedido si la casa de Lucía fuera más grande, o si su hijo Miguel no tuviera la costumbre de repasar en voz alta sus lecciones. A ratos sueltos y a través de su hijo, Lucía estaba empezando a cogerle gusto a su inesperado acceso a los principales conceptos económicos que hoy se enseñan en las facultades de España. En pocos meses se había familiarizado con el producto nacional bruto, la renta nacional, el beneficio y el ahorro y las cuentas de la contabilidad nacional. Lucía se levantaba a diario a las 7.30 para preparar el desayuno a su marido y la mañana se le iba entera estirando sábanas, barriendo habitaciones, metiendo y sacando ropa en su lavadora y en el tendedero, bajando a la tienda de la esquina a por el pan y la leche y acompañando a la hija pequeña hasta el colegio, que le caía un poquito lejos y en calles de difícil cruce. Lucía se esmeraba en preparar una buena comida al mediodía, bastante mejor que la que ofrecía el comedor del colegio de su hija por 500 pesetas o los bares cercanos al trabajo de su marido por 600. Después de recoger la cocina tenía un rato tranquilo hasta las cinco, en que volvía al colegio a buscar a su hija; hacía algunas compras al paso y a la vuelta terminaba de recoger la ropa seca y de repasar y planchar hasta que se le juntaba con la hora de empezar a preparar la cena.Como ya decía, todo empezó por culpa de aquella costumbre de Miguel de repetir en voz alta sus lecciones sobre la renta nacional y el producto nacional bruto. A Lucía le picó el amor propio de no ser renta nacional ni población activa, de no contribuir al producto nacional bruto, de ser sólo consumidora y población dependiente, y un día se cansó y fue a ver a su amiga Rosa. Le propuso que cambiaran sus trabajos, que a fin de cuentas no eran tan diferentes, y que a cambio se pusieran un sueldo la una a la otra. Aunque a fin de mes todo quedaba igual y sólo cambiaban el sobre de mano, durante 30 días las dos tendrían la ilusión de haber conseguido un empleo, de ser activas y productivas y de haber contribuido al engrandecimiento de la renta nacional.
Judías ajenas
Como eran tan buenas amigas, hasta resistieron la tentación de tratar con menos esmero las patatas y las judías ajenas que las propias y llevaron tan bien sus casas cambiadas que nadie en las dos familias protestó por entonces. El invento duró tres meses, hasta que algún soplón envidioso dio parte a quien corresponda, y un día se les personó en el lugar el inspector de los seguros sociales: "¿Cómo?". "¿Es que ustedes no saben que todos los asalariados tienen derecho a la Seguridad Social?".
Se libraron de una multa por carecer de antecedentes y porque el inspector no era mala persona; pero al día siguiente tuvieron ambas que inscribirse como empleadas de hogar por cuenta ajena y pagar 10.000 pesetas mensuales de cotización a la Seguridad Social. Para poder pagarlas, las dos tuvieron que hacer dos horas extras de trabajo sobre las que antes hacían, empleándose Rosa en casa de Juana y Lucía en casa de Luisa entre 5.30 y 7.30, para hacer trabajos de limpieza con los que pagar esta cotización inesperada.
Con eso de levantarse a las cinco y acostarse tarde, las dos andaban un poco desmejoradas y en su familia les preguntaban si no sería mejor volver a estar como antes estaban. Pero ellas habían cogido el gusto a lo delsobre propio y aguantaron el tipo otro mes más. En esto llegaron a junio y al hacer la declaración de la renta el marido de Rosa dijo que no podían seguir haciendo aquello porque ahora, después de los polinomios y las deducciones, todavía tenían que pagar 98.000 pesetas más que el año pasado, por culpa de esos empeños de su mujer en convertirse ("¿para qué demonios le hacía falta"?) en una mujer activa y con empleo. Rosa, que no quería líos en la familia, prometió que su trabajo no mermaría las arcas familiares y pidió a su otra empleadora, a Juana, que le dejara trabajar una hora diaria más, entrando a limpiar escaleras a las 4.30 en lugar de las 5.30, para pagar a Hacienda esa nueva cotización con la que no había contado.
El envidioso malasangre
En agosto todo se vino abajo con la denuncia que otro malasangre envidioso presentó ante todas las autoridades e instituciones laborales competentes, por abuso de las condiciones de trabajo y por amarillismo de Rosa y Lucía. El inspector que vino no era tan buena persona como el primero y pensó además que al ser reincidentes las denunciadas no merecían consideración especial. Puso un multazo al marido de Rosa porque Lucía trabajaba en condiciones prohibidas por la legislación laboral; porque su jornada era demasiado larga y porque no le daba descanso en vacaciones ni festivos.
La mayoría de ustedes conocen a Lucía y a Rosa, porque viven en cualquier casa de España y hay 10 millones de Rosas y Lucías repartidas por la geograflia española. Cuando Rosa y Lucía perdieron esos mutuos empleos, las estadísticas registraron un descenso de la tasa de activos y una disminución del producto nacional bruto y de la renta nacional. Todo volvió a ser como antes; pero Miguel, que sigue estudiando Económicas, piensa ahora que esos conceptos le sirven de muy poco para entender lo que pasa en su país y dentro de su propia familia.
En realidad, no todo siguió como antes. Lucía, que tiene 46 años, se siente mucho más triste después de su experimento. Y Rosa, que es más joven, ha decidido inscribirse en la oficina de empleo y esperar, aunque con poca esperanza, a que surja una oportunidad que la saque de su condición legal de parada con jornada de 12 horas.
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