"Incendiá lo que queda y vámonos de aquí"
Violencia contenida en la ciudad argentina de Rosario tras la ola de asaltos a supermercados
El comandante Valdés les tranquiliza: "Venían hacia aquí, eran unos 300, pero ahora no los veo". El sol del otoño calienta un poco el barrio humilde, sin agua potable, con calles de tierra, cercado a su vez por construcciones de chapa y madera aún más precarias. Desde las casas cercanas se asoman miradas negras y duras. A 200 metros, los grupos se dispersan, forman corrillos."Van a volver", gime Rodríguez, "en cuanto la guardia se vaya, van a volver". Los gendarmes, que se ocupan habitualmente de la vigilancia en pasos fronterizos, visten uniformes de combate de color verde y botas marrones. Están armados con fusiles, y la imagen recuerda escenas de los años posteriores al golpe de Estado de 1976, cuando el Ejército de Tierra rastrillaba los barrios pobres y detenía a cientos de jóvenes que luego serían sólo nombres de desaparecidos.
El comandante Valdés no confirma que todos sean "subversivos", como asegura la mayoría de los periódicos. "Había familias enteras; ponían por delante a los niños y avanzaban con ellos". También Rodríguez dice que conocía a la mayoría de los que le atacaron. "Por eso no puedo entenderlos. Saben que soy un hombre de trabajo, como ellos, pero no escuchaban, parecían locos. Arrasaron con todo"
En el cordón suburbano de Rosario, entre el domingo y ayer, fueron saqueados más de 50 supermercados, además de otros 60 comercios de venta minorista. En todos los casos, las bandas de vecinos se formaron espontáneamente. Alberto Didier, ministro del Gobierno de la provincia de Santa Fe, de la que Rosario es, con 1,2 millones de habitantes, la -ciudad más importante, acusó a "activistas subversivos". El Gobierno provincial, antes de que el presidente Raúl Alfonsín decretara el estado de sitio en todo el país, impuso un virtual toque de queda, que se cumplió entre las siete de la tarde del lunes y las siete de la mañana de ayer (hora local). Anoche se mantuvo vigente ese estado de emergencia y la situación no estaba todavía bajo control.
Cortinas bajas
Los negocios del centro de la ciudad cumplieron con su horario normal, pero en los barrios se atendió al público entre las rejas con las cortinas bajas. Los propietarios de supermercados que no fueron asaltados tapiaron con ladrillos las ventanas, soldaron las cerraduras y contrataron guardias civiles. Algunos de ellos se apostaron con armas en las terrazas y dispararon a los grupos que veían acercarse en las inmediaciones.
Hasta anoche se había confirmado oficialmente la muerte de cinco personas. Cuatro de las víctimas mortales: dos hombres que recibieron impactos de balas de goma disparadas por la policía, una mujer que sufrió un infarto tras un saqueo y, al parecer, el dueño de un supermercado que se suicidó tras comprobar que había quedado en la ruina. Ninguno de los seguros de los comercios contempla la indemnización por acciones vandálicas.
Víctor Reviglio, el gobernador de Santa Fe, asegura que participaron activistas, "algunos de ellos como francotiradores". Los testigos han visto civiles armados que se desplazaban en automóviles de modelos recientes. Las declaraciones de víctimas y acusados coinciden en que "había algunos que alentaban a la gente a romper todo". El pillaje no fue sólo de alimentos. Los vecinos de los barrios más residenciales se acercaron con sus autos y cargaron cajas de vino, licores finos, neveras y televisores.
Las radios de la policía y los equipos móviles de las emisoras locales fueron interferidos por poderosos aparatos clandestinos. Los periodistas de las radios difundían las denuncias y amenazas que recibían, y sirvieron, sin proponérselo, como medio para que los vecinos se concentraran frente a los negocios o supermercados que iban a ser asaltados antes de que llegaran las fuerzas de seguridad. La policía rechazó las críticas que se le hacen desde la Prensa por su aparente "pasividad". Los jefes se quejaron porque no tenían patrullas ni hombres suficientes.
El Gobieno local aprobó un plan para la distribución inmediata y gratuita de alimentos en los barrios más pobres. Los grupos de vecinos siguen merodeando por allí, y se percibe todavía la tensión de una violencia apenas contenida. Los pocos que se acercan a hablar con los periodistas no pueden disimular el odio y justifican el saqueo "por los precios cada vez más altos que cobran; aquí ya nadie puede dar de comer a sus hijos".
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