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La democracia rediviva

A menos de postular que los sistemas de gobierno son de origen divino y que los jefes de los Estados y hasta de los Gobiernos lo son por la gracia de Dios, hay que convenir en que todo Gobierno, lo mismo que todo sistema de gobierno, tiene un origen histórico y, por consiguiente, no es absoluto, sino relativo.El sistema de gobierno democrático no es una excepción a esta regla.

Algunos han afirmado incluso que los defensores de tal sistema son unos solemnes hipócritas, porque olvidan (o aparentan olvidar) que los grupos sociales que más contribuyeron a su desarrollo en la época moderna -única de la cual aspiro a hablar en estos momentos- pretendieron que era universalmente válido cuando, en rigor, lo único que hacían era defender sus propios intereses (de "clase", por supuesto). Según tales críticos, el sistema democrático no tiene precedencia sobre ningún otro, incluyendo los dictatoriales y los totalitarios, que, "por lo menos", no son hipócritas -salvo en un punto que los críticos de la democracia pura y simple suelen olvidar: que también ellos, incluso los más despóticos, han pretendido ser democráticos. Siempre cabe exclamar algo así como: "¡Qué le vamos a hacer si el 'pueblo' necesita una dictadura para alcanzar la libertad!", pero la cusa suena a tan grotesco que mejor es callarse.

En todo caso, si fuera cierto que se necesitan dictaduras e regímenes totalitarios para alcanzar la libertad -la libertad "verdadera", naturalmente-, debería resultar harto singular que desde hace ya algún tiempo, pero especialmente a la hora actual, se manifiesten crecientes empeños de instaurar, o reinstaurar, un régimen de gobierno democrático en no pocos países que han tenido (yo diría más bien, sufrido) largas historias dictatoriales y totalitarias. 'Y debería resultar hasta increíble que ello acontezca en países como la Unión Soviética y China, que "deberían" continuar con el sistema unipartidista -que, mírese por donde se mire, no es democrático- para alcanzar oportunamente la democracia, igualmente "verdadera". ¿Habrán perdido la cabeza esas multitudes soviéticas y chinas para olvidar una verdad tan elemental?

Muy, pero muy, pero muy improbable.

Hay muchas razones que explican por qué en el mundo entero florecen las aspiraciones democráticas, pero me limitaré a dos.

El sistema político democrático, tal como lo entendemos, nació y se desarrolló ampliamente sólo en los últimos dos siglo y, por consiguiente, hay que reconocer, una vez más, su origen histórico y su validez relativa. Sin embargo, en las condiciones modernas, y posmodernas, este sistema tiene un aspecto que no es comparable con otros y que le permite ser, por así decirlo, el menos relativo de todos los sistemas relativos.

Es éste: el ser fundamentalmente abierto. Subrayo el adverbio, porque otros sistemas pueden ser también abiertos. Pero -y sigo subrayando-sólo hasta cierto punto. Y, además, por así decirlo, únicamente desde fuera, esto es, en virtud de presiones que pueden alcanzar un carácter violento y destruir por su base el sistema con el fin de sustituirlo por otro.

El sistema democrático, en cambio, no necesita destruirse con el fin de cambiar, porque, a diferencia de todos los demás, contiene en sí mismo, como elemento fundamental, los mecanismos necesarios para responder flexiblemente a los cambios de toda clase, incluyendo los económicos, incluso los más radicales. Y ello hasta el punto de que si falta la respuesta adecuada, o tarda demasiado en producirse, o se produce otra muy distinta, cabe concluir que el sistema no era, realmente, democrático. Un sistema no es tampoco democrático cuando está enteramente en manos de un solo partido -aunque sea el partido del "pueblo" o represente, en términos rousseaunianos, la "voluntad general". En un verdadero sistema democrático no hay voluntades generales; todas las voluntades son particulares aun cuando puedan agruparse para fines determinados. Esta es la razón principal por la que, hágase lo que se haga, no se puede establecer una democracia digna de este nombre sin un pluralismo de partidos.

Se ha alegado que el sistema democrático no es lo que pretende ser, porque, aunque puede tener la manga muy ancha en lo que concierne a cambios en el sistema, es muy estricto cuando se trata del sistema. Los partidarios de tal sistema admiten que puede destruirse de hecho, pero no de derecho. Todos los cambios que se quiera, menos uno: la democracia misma. ¿No será esto, a su modo, un totalitarismo o, cuando menos, una dictadura: "la dictadura de la democracia"?

Creo que no, y por una razón simple. Quienes afirman que el sistema democrático es destructible de iure no alcanzan a ver que tal sistema no es o, si se quiere, no tiene por qué ser, y por descontado conviene que no sea jamás, una determinada ideología. En suma: dentro de una democracia cabe todo género de ideologías. Ya te cogí, se me dirá, eso es la tan a menudo vapuleada "democracia formal", cuya validez depende únicamente de la falta de contenido específico. ¿Por qué no decir claramente las cosas y reconocer que el sistema democrático es un modo de engañar al pueblo?

Pues porque cuando las cosas se dicen claramente no hay tales consecuencias. La democracia no es un sistema puramente formal en el sentido de ser enteramente vacía (de hecho, por lo ya dicho puede comprenderse que no sólo no es vacía, sino que está llenísima). Es, eso sí, un conjunto de reglas a las cuales se aviene una sociedad para jugar un juego. Es el juego del poder. Pero es también el de la convivencia. Esto, y sólo esto, hace que las propias reglas estén fuera del juego y a la vez lo constituyan. Pueden compararse, con todos los cambios que el asunto requiere, con las reglas del ajedrez. ¿Diremos que no tienen nada que ver con el juego? ¡Cómo no van a tener nada que ver con él cuando el juego es posible sólo en la medida en que se sigan sus reglas! Otro asunto, que trascendería a la política si hubiera algo capaz de trascenderla, sería si el juego merece o no la pena. En mi opinión, la merece sobradamente. Pero mi opinión es sólo una entre muchas. Lo que la hace especialmente válida es que tanto el afirmar que vale la pena como el sostener que no la vale sólo pueden hacerse en la medida en que se siga el juego. En cambio, un sistema antidemocrático no permitiría que nadie afirmase con impunidad que tal sistema no vale la pena.

La otra razón básica que explica, o por lo menos aclara, por qué las aspiraciones democráticas triunfan, o terminan por triunfar, es de distinto carácter. No tiene apenas nada que ver con la estructura interna de los sistemas democráticos, sino más bien con la relación entre estos sistemas y las sociedades modernas.

Lo diré en unas pocas palabras, y no porque -lo que es asimismo cierto- me vea limitado por la extensión normal de un artículo de diario, sino porque no son necesariamente muchas más.

En puridad, no es una razón, sino mas bien un hecho: el de que nunca se echa tanto de menos la democracia cuando no la hay. Se echa especialmente de menos cuando empiezan a vislumbrarse posibilidades de alcanzarla. Sucede con la democracia algo semejante a lo que ocurre con la libertad -la libertad individual y no la tramposa libertad colectiva-: nunca parece tan deseable como cuando se ve privada de ejercicio.

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