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Mozambique, mirando hacia Suráfrica

La guerra y la crisis econórmica convierten al vecino país del 'apartheid' en un Eldorado

" Suráfrica no está mal, sólo tiene un, defecto, el apartheid'. Es la opinión de un mozambiqueño, preto (negro), uno de los miles que en su país han puesto todas sus esperanzas en la consecución de un contrato legal para ir a trabajar a las minas de carbón o de oro del Transvaal, la región surafricana lindante con su país. Su opinión, similar a la de muchos compatriotas, es paradójica en un país que desde su independencia, en 1975, se ha alineado en la condena contra el régimen del apartheid y ha sufrido las secuelas de la acción desestabilizadora de Suráfrica. Es la fuerza relativizadora de un país al que la guerra y una mala planificación económica han puesto al borde del colapso económico.

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Durante la noche, las ráfagas de los disparos impiden que se haga el silencio en los arrabales de Maputo, la capital de Mozambique. A apenas 20 kilómetros del centro de la ciudad se halla lo que las autoridades llaman pomposamente la primera línea del frente con la guerrilla de la Renamo. Lo más prudente para quienes viven en las afueras es retirarse a sus casas hasta que vuelva a salir el sol. Con el nuevo día la ciudad se transforma. Ni el trajín que hierve en los mercados, en las calles de sabor colonial de la Baixa, presenta el mínimo indicio de que ése sea el corazón de un país en guerra.La ciudad está sitiada, pero sus habitantes viven ajenos a la posibilidad de una ofensiva final. Todas sus energías se centran en cómo salir a flote en un país hundido en el marasmo económico. La culpa, como el propio Gobierno del Frelimo ha admitido, la tienen no sólo la inestabilidad sino los errores de la política económica de la primera etapa de la posindependencia bajo la bandera, ahora amarrada, de la revolución marxista-leninista. Ya se han sentado las bases para rectificar, pero todavía habría que esperar para ver los resultados.

Las dificultades para la rutina diaria comienzan desde primeras horas. Los habitantes de los barrios populares de las afueras tienen ante sí un recorrido de dos horas de marcha. Los taxis y los autobuses en este país son una especie prácticamente extinguida. Los machibombos -autobuses- han sido diezmados por la guerrilla, que cae sobre ellos para quemarlos con todos sus pasajeros dentro. La falta de piezas de repuesto y la incapacidad de la Administración para reponer los medios de transporte de la colonia han rematado la faena.

Afortunadamente, allí donde la Administración ha fallado, la iniciativa privada, a través de la candonga -mercado negro-, ha respondido a la demanda en los recorridos más concurridos con las líneas de los clandestinos Chapa 100 -paga 100- En furgonetas, casi siempre Toyota, con la parte trasera al descubierto para aprovechar el máximo de capacidad, apiñados como sardinas, pueden llegar a situarse de pie hasta cuarenta pasajeros -la capacidad máxima en condiciones normales no supera la decena- El precio del recorrido es de 100 meticais -de ahí el nombre popular-, excepto para militares y policías, a los que no cobran a cambio de su comprensión.

Para quienes disponen de mayores posibilidades monetarias, también hay taxis clandestinos. Su parada principal se halla frente al mercado de la Baixa, el barrio comercial situado frente al mar. Omar, musulmán de unos 50 años, es el propietario de uno de estos vehículos. Él constituye una rara excepción, puesto que sus colegas, para lograr el vehículo, fueron a trabajar a Suráfrica y, prueba de ello, lucen matrícula de este país. Omar tuvo suerte, porque en Mozambique no es fácil comprar un coche; de hecho, las autoridades tuvieron hace poco que hacer frente a un tráfico de coches robados en el país vecino y matrículas falsas. El año pasado logró cambiar su viejo coche por un venerable ejemplar Peugeot del año 1968. "Una ganga", afirma; porque, a pesar de los lamentables indicios que presenta su chapa abollada, "el motor está nuevo'.

Rectificación económica

Antes de ser chófer, en los tiempos de la coIonia, Omar fue funcionario. "Pero luego llegó esa cosa por la que hasta teníamos que llamar a nuestro padre camarada, y trabajar para el Estado dejó de ser un trabajo digno", explica. El sueldo de los que ahora ocupan sus puestos es de unos 35.000 meticais. "Pero yo tengo diez hijos; sólo en pan necesito unos 2.000 meticais diarios; un pollo pequeño cuesta unos 5.000 meticais...".El plan de rehabilitación económica puesto en marcha el año pasado por el Gobierno ha abierto las puertas al liberalismo.

Desde entonces, los escaparates de los comercios de los indianos, los amos de la Baixa, se han reanimado. Sus estantes, en los que hace un año sólo se acumulaba el polvo, ofrecen ahora una amplia oferta de artículos. El inconveniente son los precios. Un par de pantalones para hombre no cuesta menos de 20.000 meticais.

-unas 3.000 pesetas al cambio oficial o 1.200 al del mercado negro-; el sueldo de un obrero ronda los 25.000 meticais.

A pesar de estos adelantos, la escasez de abastecimiento sigue afectando a las lonjas estatales encargadas de suministrar los bienes de primera necesidad, como el azúcar o la harina, desde hace años bajo régimen, de racionamiento. Ello obliga a los consumidores a tener que recurrir a la candonga, de precios astronómicos para sus bolsillos.

"El meticais no vale nada",

explica Umbilina, una madre de familia, con desconsuelo. La guerra, como a muchas otras mujeres, le impide ahora cultivar, como hacía antaño, su pequeña huerta situada fuera del cinturón de la ciudad. Además, los nuevos cambios también tienen sus puntos negativos.

Ante la falta de viviendas, el Gobierno ha decidido modificar una de las grandes victorias sociales de la revolución; y en lugar de cobrar el alquiler de las casas proporcionalmente al sueldo, ahora lo hace en proporción a la superficie, lo que ha supuesto un importante aumento de los alquileres. "Las cosas cambian, pero siempre en contra de los más pobres", se lamenta la mujer. Y es que, en las afueras de las ciudades, los comerciantes indianos ya tienen apalabrados los terrenos de expansión de los centros habitados. A la espera de que se formalice la anunciada privatización de las residencias, todo está preparado para la inmersión en la especulación inmobiliaria.

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