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Ausencia de Ajmátova

¿Por qué titular ausencia a lo que conmemoraciones y encomios acostumbran a denominar presencia: de una voz, de una forma, de una percepción? Precisamente porque voz, percepción y forma se cristalizan aquí en un tipo humano excepcional, y, en la cuadrícula literaria de nuestra cultura, quizá, clausurado para siempre. La vida y la obra de la gran poetisa rusa Anna Andreyevna Ajmátova (1889-1966) pertenece, en sus propias palabras, a una región especial de la era pre Gutenberg, como la de su compañero, Osip Mandelshtam, y la de tantos otros que la Ciudad Ideal asesinó o enmudeció para dar consistencia a sus cimientos de futuro. Ahora tiene lugar el siempre embarazoso desagravio: la Unesco declaró al año que ahora finalizó año de Ajmátova, y las más difundidas revistas soviéticas, como Znamia o Novyi Mir, publican diarios de la autora y testimonios de contemporáneos y amigos. También el cine le ha rendido el reciente tributo de un emocionado documental sobre su vida: verso y prosa de Ajmátova son el inesperado comentario a las imágenes sugeridoras de un genocidio cultural y físico ante el que la memoria colectiva comparece sin palabras. Para la "medio puta, medio monja" (Andrei Zhdanov, consejero de Stalin en 1946), viuda de un enemigo del pueblo (el poeta Nikolai Gumiliov, fusilado en 1921), madre de otro (su hijo Lev permaneció, con interrupciones, 21 años en el Gulag) y esposa de un tercero (Nikolal Punin, muerto en prisión en 1953), la cultura rusa presente parece reservar un autoinculpador veredicto: "No erais vosotros los emigrados interiores; nosotros sí que lo fuimos", y "Habéis conservado las categorías estéticas y morales del mundo que eclipsaron y hemos de reconquistar". A ellas les piden de nuevo el lenguaje, el eco de una voz que la mendicidad política no haya contaminado aún. Y con la voz, por supuesto, la forma y la percepción que la sustentan: la integridad incólume frente a la superstición ideológica, frente al cinismo y frente a la vulgaridad.¿Cómo explicar todo esto en Occidente? Tarea de magnitud ciclópea, pues no ha de olvidarse nunca que estas figuras no se construyen ni se mantienen con tertulias televisivas, ni anuncios publicitarios, ni subiendo en globo, ni ejercitándose en ningún calculado (y premiado) histrionismo. ¿Cómo entender, entonces, su papel de guardianes de la palabra en un mundo en el que toda frivolidad está proscrita y en el que el humor mismo constituye un inevitable ejercicio de piedad? He aquí la ausencia a la que apuntaba arriba: no existen puntos de referencia, toda comparación enturbia irreparablemente lo comparado, y la imagen de esta mujer puede diluirse en el vago concepto posterior del disidente. Mas no se trata en absoluto de eso. Desde 1922 hasta su muerte, Anna Ajmátova no publica, rigurosamente hablando, ningún nuevo libro de poemas: su obra conocida entonces se limita a breves colaboraciones (¿sinceras?) en florilegios colectivos, algún corto ensayo y las obligadas traducciones que ha de realizar. Éstas, sin embargo, son frecuente ocasión para ayudar a otros proscritos, con lo que la firma sola no debe incluirlas en el propio canon. Mientras tanto, sus grandes creaciones, el Réquiem, las líricas de la desesperanza, las Elegías nórdicas y el Poema sin héroe, se van fraguando en la soledad de la persecución y la cuasi muerte civil. Por aquel tiempo, la intelectualidad que en Occidente podría haber sido receptora de su mensaje está mesmerizada con el experimento de la Ciudad Ideal, y como el lector advierte en la autobiografía de Nina Berbérova (Kursiv moi, 1965; C'est moi qui souligne, París, 1989), la emigración blanca no hace sino lamer sus heridas frente a un muro de hostilidad y de silencio. El mandarinato al uso sabe bien a qué atenerse en materia de reaccionarios, y quizá es mejor no indagar en las medidas que cierta clerecía occidental habría sancionado para mantenerlos a raya si al azar le hubiera conferido a ella la administración epifánica de la historia. La contrarrevolución no merece contemplaciones. ¿Qué suerte puede esperarle entonces a una emigrada interior? Después, cuando el espejismo comienza a desvanecerse, el carácter combativo de los nuevos escritores del rechazo -Aleksandr Solyenitsin, Andrei Síniavski, Aleksandr Zinovíev...- situará a estas obras en una dimensión distinta, con lo que su valoración estética parece caer en el olvido.

La percepción de Ajmátova es otra. Lo que ella capta Y lo quo transmuta a sus versos es la ordalía de su vida y de su generación, cierto; pero lo escrito casi no se escribe. Lo escrito en todos aquellos años se memoriza para que no perezca, como cumple en un mundo de supervivientes. Se trata de composiciones breves, de métrica tradicional y sincopada, con rimas exactas y frases cortas. losip Brodski ha observado un Fenómeno parecido al hablar de Mandelshtam: "Aparte de sus metáforas, la poesía rusa ha fijado un ejemplo de pureza y firmeza moral que, en no pequeña medida, se ha refuqiado en la conservación de las llamada; formas clásicas, sin detrimento del contenido". Quizá, añadiríamos nosotros, el molde tradicional no sólo sirve de ayuda a la memoria, sino de escamoteado santuario a la resistencia. Mas no se trata de poesía social ni poesía cívica, como no es música social ni cívica El superviviente de Varsovia, de Arnold Schoenberg. Otra categoría, por tanto, que nada vale aquí: el autor comprometido. Y la disidencia, por supuesto, es (¿fue?) una forma militante Y en ocasiones estridente de compromiso.

¿Cómo se componen y cómo se conservan los poemas de los años negros de Ajmtova? ¿Como se plasma el Réquiem? La escena es ilustrativa: las mujeres -millones de ellas por aquellos años- se agolpan a las puertas de las prisiones con la esperanza de hacer llegar un envío al varón que suponen preso, y al que quizá no verán nunca. Una mujer le susurra a la autora, rostro anónimo en una de tantas filas durante 17 meses ¿podría usted describir esto? El sí de Ajmátova es ejercicio de arte y humanidad altísima. Y de esta foma va componiénose el Réquiem, que, como toda obra de gran poesía, participa del temblor último del lenguaje: aquello que se resiste al decir, aquello que lo rechaza, esencializa su misterio. La palabra es inmensa porque nos enmudece, y la queja de una mujer sola arropa simultáneamente a víctimas y verdugos. Y es que la división de sexos opera también aquí: con excepciones, los constructores de la Ciudad Ideal no previeron largas colas de hombres aterrados para alimentar a un ejército de prisioneras.

No tenemos, por tanto, el Réquiem escrito por ningún padre, hermano o marido, aunque la intensidad de Ajmátova universalice -como hace su lírica amorosa- lo que la atrocidad humana había particularizado allí otra vez.

¿De dónde procede esa impostación ética de la poesía que, desde Puskin, se suele reconocer en Rusia? Quizá haya de buscarse una fuente en cada caso, aunque, como sucede en toda lengua de alta cultura, el peso de una tradición y de una métrica otorga involuntariamente a cada poeta un papel que en Occidente es desconocido. En Ajmátova, el hontanar biográfico del arte es evidente: la tenacidad, el decoro estoico, la renuncia total al apóstrofe didáctico (lo opuesto a un Neruda, por ejemplo) es fruto de un oficio forjado en soledad. La conciencia nada tiene que predicar; se limita a ver. Mas se trata de un mirar único, irremplazable. De ahí el valor de la exactitud, que nunca es mueca de dolor ni de indignación.

Nadiezhda Mandelstham narra en su segundo volumen de memorias (Vioraya kniga, 1972; Hope abandoned, Londres, 1973) que Ajmátova reconocía el terror como la pasión más intensa de su vida desde 1921. Otros testimonios, sin embargo, describen su natural alegre y su humor, a menudo festivo. Los caminos de la creación y de la pasión humana son tan imprevisibles -y tan intransitables por otro hombre o mujer- como todo aquello que los abre o clausura. Por mi parte, estimo que la mejor celebración de Anna Ajmátova la escribió, sin quererlo, ella misma. En 1965, poco antes de sufrir el cuarto infarto que apagó su voz, la autora compuso una breve reseña autobiográfica: Korotko o siebié (Un poco sobre mí). Allí leemos esta frase: "No he dejado nunca de escribir versos". ¿Quién podría, en la admiración de persona y obra, dejar testimonio de más profunda y estremecedora sencillez?

Antonio Pérez-Ramos ha estudiado filología eslava en las universidades de Cambridge y Moscú.

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