La ética y la intrepidez política
En pocas ocasiones como en la última de 1991 la concesión del Premio Nobel de la Paz a la birmana Aung San Suu Kyi habrá sido más simbólica y, a la vez, más útil para dar testimonio del apoyo a todos aquellos que en cualquier parte del mundo luchan por medios pacíficos a favor de la democracia y de los derechos humanos.El hecho de que también el año pasado el Parlamento Europeo concediera el Premio Sájarov a esta misma mujer, tan poco conocida en Europa, excepto en el Reino Unido, parece que alienta la esperanza de que la nueva unión europea quiere poner de relieve, su compromiso fundamental para trabajar por el respeto de la libertad en todos los rincones más remotos de todos los continentes, como es el caso de la antigua Birmania, que ahora se llama Myanmar, y en la que campa por sus respetos una cruel dictadura militar basada en una doctrina muy sui géneris, mezcla de nacionalismo-marxismo-budismo.
Creo que lo que casi nadie sabe es que el bautismo político de Suu Kyi fue totalmente casual, porque a los dos años -ahora tiene 47- salió de su patria con su familia, después de que su padre fuera asesinado por ser dirigente de la resistencia contra el imperialismo británico. Y precisamente cuando, desde su actual residencia inglesa, regresa, 40 años después, a su país para cuidar a su madre, moribunda, fue inopinadamente reclamada por sus viejos compatriotas para que encabezase la lucha contra la dictadura militar, y de la noche a la mañana, Suu Kyi se transformó en una mujer política enormemente respetada y después en uno de los más extraordinarios ejemplos de lucha civil y. pacífica en Asia en las últimas décadas.
Conductas como la de Suu Kyi tienen un gran valor político y moral, porque vivimos en países o áreas geográficas donde podemos gozar de la libertad en un grado muy aceptable, y, por tanto, no siempre nos resulta evidente que en la mayor parte del mundo cada uno de los ciudadanos que quiera conservar la dignidad tenga que convertirse en un héroe lleno de intrepidez como esta Madre Coraje británico-asiática, que se encuentra privada de libertad y que además, como ocurre en todas las dictaduras, no ha tenido la suerte de encontrarse con un juez insumiso que anteponga no ya la conciencia, sino los derechos humanos universales, a las leyes del régimen militar.
En Occidente corremos el peligro de ir enfocando todos los asuntos desde una perspectiva cada vez más economicista, en la que el confort del bienestar y el consumo como forma de vida aparece tan importante como la certeza de la libertad, hasta el punto de que cuando la economía empieza a ir mal comienzan a dudar de la democracia.
Nuestro lenguaje y nuestro discurso político están muy lejos de ser universales, porque no valen para una buena parte de la humanidad que no goza de libertad, que sufre diferencias económicas escandalosas en relación con los países desarrollados y que no conoce el bienestar del consumo.
Sería injusto e irreal sostener que la política en los países democráticos vive de espaldas a la ética, pero se impone la necesidad de una relación más estrecha entre la política y la ética, tanto a escala nacional como internacional. Mientras haya Gobiernos o grandes grupos de interés que sitúen los beneficios inmediatos por encima de la libertad, del desarrollo de los países del sur del mundo y de la paz, la acción internacional para proteger y defender los derechos humanos seguirá siendo, en el mejor de los casos, una lucha ganada sólo en parte.
Suu Kyi es un claro ejemplo de que la ética de los principios todavía prevalece sobre la ética del éxito. Ella vivía tranquilamente en su país de adopción con su marido y sus dos hijos, pero incluso después de vivir 42 años lejos de Myanmar, no pudo permanecer indiferente ante lo que está ocurriendo en su país a 50 millones de compatriotas. Al igual que Benazir Bhutto en Pakistán, ha surgido a la sombra de su padre, que sigue viviendo en el recuerdo de los birmanos. Imbuida de los principios de la libertad, de la disciplina y del propio sacrificio, su oposición por la ética de los principios se refleja también en que, además de considerar la democracia como una conquista cívica irrenunciable, rechaza la lucha violenta por el poder y descarta salvar a su pueblo al precio de inauditas crueldades al negar que de una violencia ciega contra los tiranos pueda nacer una nueva justicia.
Ésa es precisamente otra de las virtualidades del testimonio de Suu Kyi: prefiere organizar la lucha pacífica para conquistar la democracia, convencida de que la auténtica revolución nace también del convencimiento de que es necesario cambiar las actitudes mentales y los valores que dan forma al progreso de la nación. Hace falta un gran valor, no sólo en el sentido físico, para sostener la palabra, para aceptar las críticas y para luchar pacíficamente con sus adversarios violentos y parlamentar con ellos en un régimen férreamente dictatorial.
En Europa vivimos en un mundo plural, sin ideologías sólidas ni potentes, en las que nos debemos esforzar por una vida pública más aceptable y más digna de crédito. Con frecuencia invocamos la ética para afear la conducta ajena y defender la propia. Pero la actitud de la última premio Nobel de la faz, que se convierte en la sexta mujer en obtenerlo, nos sirve para no olvidar que la función de la ética es enseñar a querer lo que merece ser querido y educar los sentimientos para que se adhieran a los fines que promueven la justicia y los derechos humanos. Seguro que los birmanos se habrán fortalecido psicológicamente con la concesión de los premios Nobel y Sájarov a Suu Kyi, y de paso, nosotros, los habitantes de los países democráticos, podemos empezar a recuperar la perspectiva de que el bienestar económico no es el único motivo de cambio, y de que nuestro discurso y nuestra acción política deben ser más universales y tener un sentido más, solidario.
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